martes, 15 de marzo de 2016

XXII. JUEGOS DE NIÑOS (segunda parte)


Y también desde antes de la juguetería electrónica, y por supuesto no como exclusividad magallánica sino también del resto del país -y de otros países- había tantos y tantos juegos de aire libre, sin mencionar los deportes, como evoca Fugellie:
Cuando eran sitios baldíos tanto la Sampaio como la Guerrero[1] fueron centros obligados de pichangas, de esos partidos de fútbol de los barrabases, que no tenían horario oficial sino se dirimían por goles, a tantos por lado. Siempre había un compañero que hacía de árbitro. Algunos partidos terminaban mal, a “trompadas” y causa de los eternos “sacapica" y de percances bruscos; pero tales grescas las amagaban los mayores en forma pacífica.
Los arcos eran improvisados, señalados con piedras o troncos y, a veces, con las chaquetas y abrigos de los participantes. Los equipos se formaban arbitrariamente, en número irregular de jugadores y muchas veces de acuerdo a las edades. Los más menores hacían de relleno. La vestimenta era la misma, la callejera, sin ningún distintivo especial y los zapatos los del trajín diario, que daban harto trabajo de remiendo a los zapateros. Al finalizar el partido, los que tenían algunas chauchas[2] iban al boliche más cercano a tomarse unas refrescantes “praderas”[3].
(…)
Alrededor de las plazas y sobre las veredas húmedas las niñas trazaban con ramas o astillas los cuadrados y figuras para entretenerse en el juego del tejo[4]; mas cuando las aceras fueron embaldosadas los marcaban con tiza. Generalmente el tejo era un envase de betún para calzado relleno de tierra, que lanzaban al esquema de cajones numerados y al semicírculo de deseos altruistas, que luego saltaban hasta recoger el tejo en el lugar metafórico llamado “cielo”. Sus saltos se asemejaban a los de bailarinas de un bailete callejero, cuya música imaginaria parecía absorberse entre los runrunes de las ruedas radiales de los carromatos o en los bocinazos de los primeros y flamantes Ford T[5].
Hora del recreo en Colegio Salesiano de
Puerto Natales (1927)
Evoca Martinic a propósito de los juegos y entretenciones infantiles a fines de la década de 1930[6]: Jugué con palitos, con tierra y piedras, como tantos antes y muchos después, construyendo casitas, fortalezas, puentes, en fin. Las “carrozas” o tapas-corona de las botellas de limonada y de cerveza me servían para jugar a los soldados y a la guerra, ordenándolos según colores. Pero también estaban los juguetes verdaderos, de los que recuerdo los soldados de plomo, los trompos musicales, las armónicas, un camión de bomberos (…) y las infaltables bolitas[7] de yeso y vidrio, y las pelotas de todo tamaño y color.
(…)
En mi infancia la bicicleta no formó parte de mi entretenimiento (…) entonces era una especie de valor y no todos los presupuestos familiares tenían holgura como para adquirirla. (…) a Milán Capkovic (…) le compraron una bicicleta y en una de sus primeras salidas pedaleó por la calle Balmaceda abajo y en una maniobra defectuosa por impericia se cayó y se hirió. Resultado: la bicicleta no se usó más y fue dejada suspendida ¡del cielorraso del almacén! por muchos años…
(…)
De entre las primeras entretenciones infantiles recuerdo una que solíamos practicar con algunos amiguitos después de una lluvia. Entonces las aguas escurrían por una acequias o canales de madera gruesa, tapados, que corrían  paralelos a las calzadas, junto a las veredas. Pues bien, cuando cesaba de llover, salíamos y recogíamos palitos de fósforos, que los había por todas partes, y los poníamos en el agua que escurría para que flotaran y hacíamos carreras entre los de cada uno[8]… Otros juegos y diversiones callejeros habituales incluían, según las temporadas, los trompos, las bolitas, los zunchos (aros de metal de barriles vineros que hacíamos rodar con un alambre grueso doblado ad hoc como guía, y con los que llegábamos a dar vuelta a la manzana); los volantines y “cacaruchas”[9], artefactos de papel muy fáciles de confeccionar y que no costaban nada, al revés de aquellos que había que comprar a los que los fabricaban (los Santana).                                           
Si bien no juegos propiamente tales, había paseos familiares al campo que podían ser una verdadera fiesta para los niños, en especial si acompañaban a familiares y padres cariñosos. Y qué decir de los que vivieron gran parte su infancia en el campo, como Paula Covacevich con sus padres y hermanos en estancia Armonía, en Tierra del Fuego[10], a fines de la década de 1970:
Cuando nos vestían con chalecos tejidos por la mamá, que pasaban de hermano en hermano, donde seguramente se corría un punto al heredarlo, pero la “mamá arregla todo” lo solucionaba en un segundo. Cuando las zapatillas North Star blancas con rayas azules o esas Power negras con rojo que salían tan buenas… Y en esos tiempos se viajaba a Río Grande en Argentina, de donde se traían maletas de ropa, todos vestidos iguales, sólo cambiaban las tallas. Cuando los desayunos eran porridge con leche condensada y huevos revueltos de gallinas felices, que con ese desayuno no querías nada hasta la noche. Donde cada uno tenía su caballo y competíamos por cuál quedaba mejor cepillado o con las chasquillas más parejas… Como cuando nos levantábamos a las cinco de la mañana para acompañar a los arrieros a dejar un piño de ovejas, y con tanto frío que poníamos las manos bajo la montura, pero era un día mágico… y a la vuelta la mamá esperándonos con algo rico. Como cuando los juegos eran hacer galletas de barro e invitar a mi mamá a tomar el té, y por supuesto cuando ella nos invitaba salíamos ganando porque las galletas eran de verdad… Como cuando nos escondíamos en las parvas de avena porque al lado estaba la plantación de zanahorias, y pasábamos tardes enteras acostados en las parvas comiendo zanahorias, las que se limpiaban con los jeans, pensando que mamá ni se daría cuenta que los pantalones ya no eran azules sino naranjos… Como cuando hacíamos caminitos gateando en las siembras de avena, compitiendo por quién hacía el mejor laberinto, llegando después a casa orgullosos con un gorro lleno de lauchitas de campo de regalo para mamá…
La  ciudad ofrecía no menos atractivos, cuando ésta todavía era sencilla y pueblerina.




[1] Plaza Guerrero Bascuñán, en donde hoy en día se emplaza el Liceo “Luis Alberto Barrera”.
[2] Moneda de 20 centavos.
[3] Bebida embotellada de fabricación regional.
[4] Llamado “luche” en el centro y norte de Chile, y “rayuela” en algunos países latinoamericanos.
[5] S. Fugellie. Op. cit. Págs. 110 - 111.
[6] M. Martinic. A LA HORA DEL CREPÚSCULO… Págs. 49 - 60.
[7] Canicas.
[8] Este juego hace recordar al autor de su infancia santiaguina, en que camino al colegio con sus compañeros hacían carreras de barquitos de papel por la acequia que corría por la calle Pedro de Valdivia entre Providencia y Pocuro.
[9] “Chunchos” en el centro y norte del país.
[10] P. Covacevich. Publicación en Facebook.

sábado, 12 de marzo de 2016

XXII. JUEGOS DE NIÑOS (primera parte)


            Como bien habrá notado el paciente lector de este libro, el niño en Magallanes no la ha tenido fácil. Su historia sanitaria ha sido más una saga de tragedias y penurias que de felicidad y bienestar. Pero hay algo que nada ni nadie le ha podido quitar: la fascinación por el juego. Porque cuando una niña o un niño juegan, olvidan aunque sea por unos instantes las dolencias físicas y del alma, las enfermedades, el maltrato y el abandono. Especialmente es esto cierto en las primeras etapas de la infancia, cuando el pensamiento es mágico. Es por esto que hemos querido concluir esta modesta obra, y como adhiriéndonos a sus estados de alegría, con una revisión de los juegos que han caracterizados a los niños de Magallanes.
Los niños indígenas, como hemos establecido en el primer capítulo, eran amados y bien tratados. En lógica consecuencia, eran alegres y libres de corretear y jugar por los campos.
            Entre los patagones o tehuelches, los muchachos son muy alegres y juguetones. Se entretienen todo el dia con las boleadoras hechas con los dedos de avestruces, ejercitándose en un palo que hincan en tierra para simular un objeto viviente. A sus diminutas boleadoras nada escapa. Bolean huanacos pequeños, avecillas i canquenes en la época de muda.
            Yo conversaba con Ventura, sentado al lado de varios caciques, sobre los sucesos de Magallanes, cuando su hijo, muchacho pequeño, me enlazó con mucho despacio. Sólo vine á percibirlo cuando ví que me estrechaba en el cuello el nudo corredizo. Despues el bellaco se reia de su gracia. Y ¡ay! del perro ó ser viviente que se pusiera al alcance de su lazo. Lo pasan en trato mui íntimo con los perros i segun me dijeron suelen criar chingues para su entretenimiento[1].
            Corroboraba Musters[2]: Las criaturas se entretienen, por lo general, en imitar a las personas mayores: los muchachos juegan con boleadoras diminutas y cazan perros con pequeños lazos; y las muchachas construyen tolditos para sentarse dentro de ellos.     
Niño kawéskar, 1922.
Foto Martín Gusinde
                                                
Martínez Crovetto[3] lista los juegos y juguetes de los niños sélknam: arco de juguete, juegos con arco y flecha, tiro al blanco, lucha cuerpo a cuerpo, honda de juguete, columpio o hamaca, , hamacarse cabeza abajo, juegos de marearse, casas infantiles, muñecas, juegos en la nieve, juegos en la playa, hacer explotar flores, resistencia al dolor, ronda de saltos, carreras pedestres, juegos con hilo sin fin, disco zumbador, sonajeros, hacer rebotar piedras sobre el agua, regate de proyectiles, juego de pelota. Está visto que no les faltaba motivo para la diversión infantil.                 
Si algo tenían de particular en Magallanes -respecto a latitudes chilenas más septentrionales- las entretenciones al aire libre, éstas eran las de invierno. El frío, la nieve y la escarcha eran el hábitat natural de los niños, los que disfrutaban intensamente esta situación. Recuerda Silvestre Fugellie:
Cuando comenzaban a bajar los primeros copos de nieve, como motitas de algodón, los ojos infantiles brillaban de felicidad, puesto que la dama blanca se desprendía lentamente de su larga e inmaculada capa. (…) A la salida de clases, el juego común era dispararse pelotitas de nieve y deslizarse en trineos y esquíes. Esculpían monos de nieve frente a sus hogares o en los parques. Carabineros habilitaba la calle Valdivia (Menéndez) desde el cerro hasta la Bories, cuatro o cinco cuadras, para el deslizamiento de trineos. Estos vehículos eran muy especiales. Los pudientes lucían los de fábrica y los pobres improvisaban los suyos con tarros de aceite de cinco litros, cajones enzunchados, entablados con patines desechados y otros artefactos propios del ingenio infantil. Resbalar era goce de todos y la fiesta gélida se prolongaba hasta avanzadas horas de la noche.                                           En las calles rutilaban las franjas de hielo hechas sobre los charcos por los niños que patinaban sobre ellas. Sin embargo, tal práctica deportiva disgustaba a los padres, pero no así a los zapateros que tenían harto trabajo de compostura[4].      
Todo esto, claro, antes de la televisión, y mucho antes de los juegos electrónicos y de la conectividad por la internet. Parece que los inviernos incluso han perdido su vigor, despechados y melancólicos, por la indiferencia de los niños.




[1] Anales de la Universidad de Chile, diciembre de 1878. Transcrito por el periódico “El Magallanes” el 26 de agosto de 1894.
[2] G. Musters. Op. cit. Págs. 165 - 166.
[3] R. Martínez. DEPORTES Y JUEGOS DE LOS INDIOS ONA DE TIERRA DEL FUEGO. Pág. 10.
[4] S. Fugellie. Op. cit. Pág. 77

martes, 8 de marzo de 2016

XXI. HUMANIZACIÓN DE LA PEDIATRÍA EN MAGALLANES (segunda parte)


            Parte de esta situación la hemos soslayado los pediatras trabajando con las familias, haciéndoles partícipes de las terapias que tienen el común objetivo de la recuperación de la salud de sus hijos, o de la mantención de la buena salud, que es el estado ideal. Por cierto, una actitud respetuosa, afable, cariñosa con los niños, y dando explicaciones claras, ¿y por qué no? pidiendo la opinión de los padres, siempre ganará respeto y credibilidad. Y si hay programas bien planificados que incorporen a las familias, tanto mejor. Palmario es el caso, por ejemplo, de la instalación del programa IRA en Magallanes en 1992, como lo refiere la pediatra Lidia Amarales[1]:
            La educación sostenida a los padres culminó con una organización formal: "Asociación de Padres con Niños con Enfermedades Respiratorias”, APNER. Esta asociación, con personalidad jurídica, no sólo siguió manteniendo la educación a los nuevos padres incorporados a través de la replicación de los contenidos educativos, sino que incorporó dentro de sus responsabilidades el mantener una mini farmacia con los medicamentos que a la fecha no existían en el consultorio de enfermedades respiratorias, para las patologías crónicas y las más complejas. A su vez, agregó a sus aportes la compra de insumos y equipamiento, gestionando ayuda de las empresas de la región y de otras organizaciones de la comunidad. Una réplica de esta organización se formó en Puerto Natales entre los padres de esa comunidad, al alero de la sala IRA, cuyo nombre era “PULMONCITO”, manteniendo iguales funciones y responsabilidades que la organización original.
            La alta incidencia de infecciones intrahospitalarias en la era preantibiótica dejó en el personal de salud un respeto atávico por la asepsia, y los principales perjudicados fueron los pacientes, en especial los niños. Se limitaban al mínimo las visitas, en la convicción de que eran portadores de infecciones peligrosas. Quedó más adelante establecido, sin embargo, que el riesgo era ínfimo en comparación con la presencia de microorganismos patógenos ya existentes en las salas y el instrumental hospitalario, sin considerar, por cierto, la portación en las manos y las vías aéreas del personal que labora en los nosocomios. Por los años de la década de 1980 los familiares de los niños hospitalizados en el Servicio de Pediatría del Hospital Regional “Dr. Lautaro Navarro Avaria” tenían derecho a visita a sus niños solamente los días jueves y domingo y de 15.00 a 17.00. El contacto consistía en visualizarse a través de las vitrinas que separaban la sala del pasillo, con el consiguiente llanto y griterío de los infantes, y la angustia de los padres. Era habitual que éstos exigieran altas precoces, manifestaran distintos y comprensibles grados de agresividad, a veces con la frase recurrente “están experimentando con mi hijo”. El trance de la hospitalización, traumático para los niños bajo todo punto de vista, lo era aún más en esas circunstancias. Los profesionales tampoco solían ser muy empáticos, tal vez como involuntaria defensa ante los reclamos, y tenían algunos hábitos que hoy en día se considerarían aberrantes, como describe Lidia Amarales[2]: Había pediatras que pasaban visita fumando, había ceniceros en los mesones en que se evolucionaba la ficha clínica.
            Hacia el comienzo de los años de 1990 la situación, siguiendo la tendencia nacional canalizada a través de la iniciativa ministerial Hospital Amigo, comenzó a variar radicalmente. Se abrieron las puertas, con ingreso de los padres -regulación mediante- en forma prácticamente libre, cohabitación nocturna de los menores de 4 años, luego hasta 6 años con sus madres, cooperación de los padres o cuidadores en los tratamientos y cuidados del niño hospitalizado, contacto directo y frecuente con los pediatras tratantes y resto del equipo de salud, todas medidas que significaron un enfoque completamente distinto a lo que se venía practicando con anterioridad. Desde entonces hubo más felicitaciones y agradecimientos que reclamos, y los niños acortaron sus tiempos de hospitalización, no por exigencia de los padres sino por mejoría clínica.
Sobran los ejemplos en que los padres han manifestado públicamente su agradecimiento por el buen trato recibido en los servicios de hospitalización. En 1998 el Servicio de Pediatría del Hospital Regional de Punta Arenas “Dr. Lautaro Navarro Avaria” se hizo merecedor del premio “Excelencia en Salud” de ese año, otorgado por el Ministerio de Salud como el mejor del país en cuanto a la calidad de la atención.
            Al cumplir un año de vida en julio de 2000 la prematura extrema María Alejandra Sáez Paredes[3], sus madre destacó el apoyo de las distintas personas que atienden a su hija, en especial al pediatra Dante Hernández[4].




[1] L. Amarales. Op. cit.
[2] Testimonio Dra. Lidia Amarales, 2015.
[3] Ver capítulo XIX.
[4] Diario “La Prensa Austral”, 12 de julio de 2000.