sábado, 30 de mayo de 2015

IV. LOS SANADORES (primera parte)


         Esta palabra, sanadores, que pudiera parecer peyorativa, es un paraguas bajo el cual se cobija una pléyade de individuos, hombres y mujeres, desde algunos de buena voluntad que hacían lo que podían en ausencia de un médico acreditado, hasta farsantes que se las daban, y aún se las dan, de curanderos, con o sin la presencia de un profesional. El hecho cierto fue que desde unos 12.000 años antes de Cristo hasta la llegada de Thomas Fenton en 1875, los niños del meridión americano debieron confiar el alivio de sus dolencias físicas a estas personas, las cuales algunas poseían conocimientos básicos de medicina o farmacia, y otras heredaban las dotes curativas generalmente de padre o madre a hijos o hijas.

            En todo caso, entre los aborígenes australes existía la sabia costumbre de no confiarse en las manos del chamán salvo en condiciones extremas de gravedad[1]. Antes de ello había que pasar por dos etapas: la primera de ellas, bajo la convicción de que la mayoría de los males se curan por sí mismos[2], consistía en aislamiento en el interior de la choza, ayuno, grandes cantidades de agua fría, y calor. La segunda etapa, y cuando la anterior no daba resultado -generalmente sí lo hacía-, era apelar al consejo familiar, recibiendo hierbas medicinales, masajes con o sin grasa, ungüentos y pócimas variadas, incluyendo preparaciones con piedra bezoar de guanaco[3]. Es de suponer que estas prácticas se aplicaban sobre adultos y niños. Cuando nada de lo anterior daba resultado, se asumía que la dolencia tenía una causa no orgánica, y era la ocasión de consultar al hechicero[4].

            Los chamanes o curanderos, ya sea hombres o mujeres en todas las culturas primitivas a lo largo de la historia de la humanidad, se han caracterizado por ser personas especiales, que salen de lo común para lo socialmente aceptado en un período histórico (o prehistórico) determinado. Así, la esquizofrenia paranoide, la epilepsia con delirio místico, las actitudes afeminadas en los varones, el arte de sanación heredado de padres a hijos y las iniciaciones secretas han constituido condiciones ideales para la práctica de la hechicería. Sea como fuera, el candidato a chamán debía aceptar una adiestramiento adecuado por algún, o alguna, practicante del oficio dotado de los correpondientes prestigio y experiencia[5], y para el caso de los aborígenes australes …se incluían conocimientos variados sobre la naturaleza, las creencias míticas ancestrales y sobre el apasionante arcano de las fuerzas o poderes que trascendían a la naturaleza y respecto de la capacidad de conjurar su malignidad, así como para adquirir la capacidad de ocasionar maleficios a terceros, y, por fin, acerca de las formas prácticas que ello exigía, incluyendo el uso de supercherías, engaños y apariencias como expresiones concretas de la potencialidad chamánica[6].

            En el caso de los sélknam, cada comunidad o clan tenía un chamán denominado xo’on, cuya principal ocupación era la cura. Ésta suponía que el cuerpo del paciente había sido violentado por un elemento extraño: el cwake, o la enfermedad. Este cuerpo extraño era concebido generalmente como la intrusión provocada por un xo’on rival[7] .

El mismo Lucas Bridges inició estudios de medicina sélknam, pero luego los congeló, como refiere a continuación.

            Mi iniciación tuvo lugar en torno a un fogón, protegido del viento, como de costumbre, por pieles de guanaco. Después de hacerme un discurso sobre la seriedad de mi propósito, Tininisk me indicó que me desnudase; yo cumplí la orden y me mantuve reclinado sobre mi ropa y algunas pieles de guanaco, mientras él me exploraba el pecho con las manos y la boca, tan cuidadoso y atento como un médico con su estetoscopio, moviéndose de un lugar a otro y deteniéndose a escuchar aquí y allá, según los ritos. Miraba además atentamente, como si estuviera viendo a través de mi cuerpo con rayos X.

            Luego los dos hombres se quitaron sus vestidos y Leluwhachin[8] la capa que cubría su kohiyaten, los tres juntaron sus cabezas y alguno de ellos extrajo un objeto color gris claro, de diez centímetros de largo, con el aspecto de un perrito lanudo, de cuerpo robusto y orejas levantadas, al cual, con el mismo temblor de las manos y el aliento de su respiración le dieron una apariencia de vida. Percibí un olor raro y repetidos sonidos guturales que parecían provenir de aquel objeto, cuando tres pares de manos lo acercaron a mi pecho. De repente, sin que yo notara ningún movimiento brusco, el objeto desapareció. Esta ceremonia se repitió tres veces y aunque en cada una de ellas se suponía que introducía en mí un nuevo cachorro, yo sólo sentí la presión de las manos de los indios.

            Sobrevino una solemne pausa, como de expectativa. Tininisk me preguntó si no sentía moverse algo en mi corazón, o si no pasaba por mi mente algo extraño, como un sueño o un deseo de cantar. Contesté (…) que no. (…) Añadí que esperaría hasta el día siguiente y si hasta entonces no sentía nada extraño, ello sería señal de yo no servía para aprendiz de brujo.

            Bridges sabiamente eligió no continuar su aprendizaje, porque me habría convertido en un ser aparte de los buenos cazadores indios que yo tanto admiraba, pues ellos temían a los brujos y yo no quería inspirarles temor. Además (…) no deseaba correr el riego de que me acusaran de la muerte de alguien que hubiese sufrido un síncope a cien kilómetros de distancia[9].




[1] Costumbre que lamentablemente se perdió hace muchos años, graficada hoy en día por la sobredemanda en los servicios de urgencia.
[2] Observación de Gusinde en “Los Indios de Tierra del Fuego”.
[3] Suerte de cálculo gigante que se forma en uno de los estómagos de estos mamíferos, que ayudan a su proceso de digestión.
[4] M. Martinic. Op. cit. Pág. 22 y siguientes.
[5] M. Martinic. Ibíd. Págs. 29 - 38.
[6] M. Martinic. Ibíd. Pág. 30.
[7] A. Prieto. Los Sélknam: una sociedad satisfecha.
[8] Esposa de Tininisk, quien también era hechicera.
[9] L. Bridges. Op. cit. Págs. 258 - 259.

martes, 26 de mayo de 2015

III. SARMIENTO DE GAMBOA Y LA MORTALIDAD INFANTIL (segunda parte)


Estudios de osamentas encontradas en uno de los sitios en que pudo haber estado Nombre de Jesús, entre las cuales se cuenta la de un niño de aproximadamente doce años, muestran signos de osteoporosis probablemente secundaria a carencias nutricionales. Lo más llamativo son las manifestaciones de infecciones óseas, no bien especificadas. Tal vez osteomieletis bacteriana, o más probablemente tuberculosis.

Dos meses después de la fundación de la primera ciudad, y tras una penosa marcha de más de trescientos kilómetros, con sólo cincuenta embarcados en la única nave que les quedaba, Sarmiento fundó en Bahía Buena la Ciudad del Rey Don Felipe, la cual también contó con hospital. Dicho sea de paso, éstos fueron los dos primeros hospitales de la futura Región de Magallanes. Los niños probablemente habían quedado casi todos en Nombre de Jesús, aunque algún cronista habla de que en el duro invierno que siguió (desde fines de abril les nevó durante doce días seguidos), el pan en Rey Felipe se daba sólo a los niños y enfermos.
 

En distintas publicaciones han sido barajadas otras causas de muertes[1]. Tendríamos que descartar de plano la leyenda de la muerte por inanición. Sarmiento describe la abundancia de recursos prácticamente al alcance de la mano, como caza de venados (probablemente huemules) y lobos marinos, mariscos, frutos silvestres, pesca. Algunos pasajes, de tanto su relato como el de Tomé Hernández[2], describen algunos períodos de hambruna, tanto que hubo un caso de antropofagia, pero parecen haber sido los menos. En la marcha de Nombre de Jesús a Rey don Felipe debieron comerse las cabras y los perros, pero ninguno murió de hambre. En los largos meses de invierno el procurar alimentos se hacía más difícil, especialmente por desconocimiento de la zona, y hubo algunos, los menos, que murieron efectivamente de hambre. Hubo muertes violentas por ataques de indígenas, accidentes, homicidios y ajusticiamientos.  Es muy probable que, al menos en algunos casos, la hipotermia haya sido la causa determinante de muerte. Por último, la intoxicación por marea roja ofrece un cuadro clínico atrozmente  catastrófico, y difícilmente pudo haber pasado sin otorgársele la debida importancia en los relatos de los sobrevivientes[3].
Puerto Hambre
Foto del autor

A los dos meses de haber fundado Rey Don Felipe,  Pedro Sarmiento se embarcó con la idea de regresar a Nombre de Jesús, pero al aproximarse al Atlántico lo sorprendió una tormenta que terminó por forzarlo a navegar hasta Río de Janeiro. Pasó el resto de su vida obsesionado por la idea de volver a rescatar o enviar auxilios a sus compañeros, pero nunca lo logró. Estos últimos fueron muriendo, a consecuencia de violencias, frío y dolencias no bien precisadas. Las enfermedades infecciosas que pudieron haber traído de España, como viruela o tuberculosis, no aparecen descritas en las publicaciones revisadas, con excepción del dato arqueológico de las de las infecciones óseas. Es de común conocimiento que el clima frío patagónico austral es poco favorable a la propagación de dolencias infecciosas. No existen insectos vectores. Claro, algunos habrán fallecido de enfermedades, pero fueron sin duda los menos. Entre los niños probablemente hizo estragos la alimentación inadecuada, pobre en vegetales, leche y vitaminas. Lo cierto es que a los dos años desde la fundación de Nombre de Jesús ya habían muerto todos, errando de un lado a otro unas veinte personas, incluyendo tres mujeres. Entre los adultos, si no la mayoría, por los menos una buena parte debió sucumbir ante la desazón de sentirse abandonados, sin voluntad para luchar, muriendo de desesperanza[4].




[1] R. Domínguez. Ibíd.
[2] J. M. Barros. Primer testimonio de Tomé Hernández sobre las fundaciones hispánicas del Estrecho de Magallanes.
[3] M. Vieira. Op. cit.
[4] M. Vieira. La lucha contra las enfermedades infecciosas de los niños en la Región de Magallanes (parte I).

sábado, 23 de mayo de 2015

III. PEDRO SARMIENTO DE GAMBOA Y LA MORTALIDAD INFANTIL (primera parte)


Pedro Sarmiento de Gamboa
 
Pedro Sarmiento de Gamboa había sido enviado por el Virrey del Perú en 1580, con la misión de perseguir al corsario Drake, y de pasada explorar el Estrecho de Magallanes[1]. A Drake no lo encontró, pero se obsesionó con la idea de poblar las márgenes del estrecho, y se presentó ante el rey Felipe II en busca de apoyo y financiamiento para esta empresa. Así fue como a fines de 1581 se preparó una escuadra como pocas veces vista: zarparon finalmente de España veintitrés navíos con tres mil personas, entre los cuales iban -o venían- soldados, marineros, oficiales, clérigos, letrados y familias completas, pero aparte de un barbero, quien por lo demás desertó en Río de Janeiro, no se sabe del embarque de ningún médico. En cuanto a medicinas, solamente consta la presencia de dos bultos, a todas luces insuficiente para la envergadura de la empresa y los años que permanecerían en ella[2].
Los reyes de España
 
Las desgracias de Sarmiento, quien valga decir que no venía como jefe de la expedición sino como Capitán General del Estrecho de Magallanes y Gobernador de lo que en él se poblare, se comenzaron a desencadenar en este viaje. Resumiremos diciendo que entre vendavales, naufragios, escorbuto y pestes, abandonos y traiciones, poco más de dos años después de zarpar de España, ingresaron al estrecho sólo cinco naves y unas quinientas personas.

Como broche final de la llegada de los restos de esta flota, habiendo alcanzado hasta la bahía de San Gregorio, una tempestad los hizo retroceder y por poco no los arrojó nuevamente hasta el Atlántico. Es ahí que Sarmiento, probablemente presionado por la desesperación de su gente y de su propia desazón que llegaba al límite de lo humanamente sostenible, decidió fundar -en forma que se demostraría apresurada-, muy próxima a la boca oriental  -probablemente en la hoy Punta Dungeness- del Estrecho de Todos los Santos, o de Magallanes, la Ciudad del Nombre de Jesús[3].

En sus inicios -1584- la población constaba de ciento ochenta y tres soldados, sesenta y ocho pobladores varones, trece mujeres, once niños y dos negros. Entre los colonos quedaban dos frailes, y como hemos dicho, no venía ningún médico. Se construyó, eso sí, un rudimentario hospital. Los mencionados niños terminarían por engrosar la mortalidad infantil de Magallanes, que a la sazón llegó al 100 % entre los hijos de los colonizadores europeos. Claro es que no sólo murieron los niños, sino también casi todos los adultos, en una tragedia que duró seis años, contados hasta el rescate del último de los dos únicos sobrevivientes. Las causas de estas muertes están en algunos casos bien establecidas, pero en la mayoría no se pasa de meras conjeturas. Qué incidencia tuvieron en ellas las enfermedades infecciosas, es algo difícil de determinar[4].

En lo que interesa para este libro, cabe destacar que a la fecha del zarpe de España cundía por el continente europeo una pandemia de influenza con alta mortalidad llamada Gran Catarro, de la cual no sobrevivió ni la reina, y el Rey Felipe II estuvo a punto de sucumbir. No hay registro de enfermos entre los embarcados, aunque es de toda lógica pensar que habría más de algún afectado, durante o previo al viaje. Hay quienes postulan que dicha virosis pudo provocar un estado de debilidad tal sobre individuos crónicamente desnutridos, que pudo ser determinante en la mortandad de los colonos en el Estrecho de Magallanes[5]. No obstante, estimamos que es médicamente poco sostenible que la influenza tenga secuelas tan tardías.
La peste bubónica
 
También se presentaba por aquellos años en España un brote de peste, que corresponde a la peste bubónica, esencialmente transmitida por las pulgas de ratas. Sin embargo, ni los detallados informes posteriores de Sarmiento, ni del sobreviviente Tomé Hernández parecen dar cuenta de esta enfermedad que hubiese sido fácilmente reconocible. Por otro lado y de ser así, su persistencia hubiera sido muy poco probable, puesto que es sabido que en Magallanes las pulgas no sobreviven[6] [7].



[1] J. M. Barros: PEDRO SARMIENTO DE GAMBOA. AVATARES UN CABALLERO DE GALICIA. Págs. 77 - 86.
[2] M. Martinic. Op. cit. Págs. 56 - 57.
[3] M. Vieira. Aquí estuvo España.
[4] M. Vieira. Ibíd.
[5] R. Domínguez. La pista médica del desastre de la expedición de Sarmiento de Gamboa al Estrecho de Magallanes.
[6] M. Vieira. Op. cit.
[7] R. Domínguez. Op. cit.

martes, 19 de mayo de 2015

II. LA PEDIATRÍA INDÍGENA (tercera parte)


Entre los sélknam (…) Las madres que criaban debían comer solamente ciertas partes del guanaco. (…) Cuando un niño resultaba mañoso para destetarse, la madre se untaba los pechos con unas gotas de hiel. El guanaco no tiene hiel, así es que usaban la hiel de un lobo marino, de un zorro o de un ave. Las muecas de disgusto y decepción del niño hubieran divertido a cualquier observador, pero bien pronto entraba en razón.

Cuando una criatura, sana en apariencia, lloraba incesantemente, la madre daba muestras de impaciencia y solía gritar prolongadamente dentro de los oídos del pequeño. Generalmente, el niño cesaba de llorar. La sordera casi no se conocía entre esta gente. Cuando un niño tenía sed, la madre, para evitarle la impresión del agua helada, la entibiaba en su boca y luego la dejaba caer dentro de la de su hijito[1].

No hemos encontrado descripciones especialmente rigurosas respecto a las enfermedades que afectaban a los niños, ni menos si éstas eran o no de origen infeccioso. Los observadores se abocaron más a las descripciones de los métodos de sanación, especialmente a lo atingente a la espectacularidad y parafernalia de los curanderos más que a las enfermedades mismas. Sobre estas prácticas abundaremos más adelante. Está claro, en todo caso, que las patologías infectocontagiosas que diezmaban a la infancia en el resto de América, y por qué no, del resto del mundo “civilizado”, como la tuberculosis, el sarampión, la viruela, el coqueluche, no existían entre los pueblos originarios de Magallanes[2].
 
Foto Alberto de Agostini
     Pero de que existieron infecciones, si bien probablemente no contagiosas, es claro que sí existieron. Así lo demuestran los restos óseos, especialmente los conservados en el Centro de Estudios del Hombre Austral, dependiente de la Universidad de Magallanes. En ellos se encuentran fundamentalmente evidencias de carencias nutricionales y de traumatismos, pero también de osteoartritis, osteomielitis y de mastoiditis. Entre los huesos adultos se advierte una suerte de estrés laboral, manifestado por desgaste dentario[3], y alteraciones de la columna vertebral, cintura escapular y de las extremidades superiores por el peso de sus cargas y por el uso del arco en el caso de los nómades, o por el remo en el de los canoeros. Contaban con una extensa farmacopea natural[4], complementada con aceites de pescado o grasas animales para ungüentos y pócimas. Para las infecciones óticas se goteaba aceite de pescado caliente en el conducto auditivo, el que en el caso de los infantes se reemplazaba por leche materna[5]. Si estos remedios no resultaban, se recurría al curandero y sus magias, como se verá.



[1] L. Bridges. Ibíd. Pág. 353.
[2] M. Vieira. La lucha contra las enfermedades infecciosas de los niños en la Región de Magallanes (Parte I)
[3] La boca se empleaba como una “tercera mano”.
[4] Detalladas descripciones en M. Martinic. Op. cit. Págs. 22 y siguientes.
[5] M. Martinic. Ibíd. Pág. 28.

sábado, 16 de mayo de 2015

II. LA PEDIATRÍA INDÍGENA (segunda parte)


 


Sélknam

 

           Los partos eran naturales, obviamente sin anestesia, y rara vez se presentaban complicaciones que pusieran en riesgo la vida de la madre o del retoño. (…) Halchic murió de parto. Fue la única mujer ona que conocí a quien haya ocurrido tal cosa, ni oí hablar de ningún otro caso. Ijij, la principal partera que la atendió, se alejó por algún tiempo, por temor a ser asesinada por el acongojado esposo[1].


            Los mellizos eran prácticamente desconocidos y los hijos no solían llegar en rápida sucesión. Al bebé recién nacido, generalmente se lo envolvía en una piel de zorro, muy suave. Para protegerle los ojos, se los cubrían con un cuero flexible de guanaco al que habían arrancado los pelos, atado a la cabeza. Se lo pintaba de color rojo oscuro y semejaba una gorra de jockey[2].

La cuna o taälh (que también quiere decir helecho) parecía una escalera en construcción y mantenía al niño en posición vertical[3]. (…) El taähl tenía dos piezas laterales de un metro veinte a un metro cincuenta de largo. En un extremo, los palos eran puntiagudos para poder clavarlos en el suelo y estaban unidos entre sí por travesaños de treinta centímetros de largo, atados, a cortos intervalos, a través de la parte superior.
 
Taähl
Después de envolver bien al niño, se lo colocaba encima de los travesaños sobre una piel doblada varias veces para formar un almohadón y se lo ataba al taähl con tiras de cuero. (…)  Una vez que el niño estaba sujeto, el taähl se enderezaba y los palos puntiagudos se hincaban firmemente en el suelo; en esta forma, la criatura estaba fuera del alcance de los perros y a salvo de ser pisoteado por niños descuidados[4]. Esta técnica de transporte era compartida por los sélknam y los tehuelches, no así por los canoeros[5].

Los niños eran generalmente amados y bien tratados[6], lo que sin duda contribuía a la mantención de su salud física y emocional. Aunque esta gente jamás se besa, he visto a algunos hombres acercar sus labios a los cuerpecitos de sus niños. (…) Siempre se podía encontrar a otra mujer, pero a los hijos no era tan fácil reemplazarlos[7]. El niño no se destetaba hasta después de los dos, e incluso hasta pasados los cuatro años, como antes anotábamos.

Los sélknam no practicaban el infanticidio ni por eutanasia en malformados, llanto excesivo, abandono paterno, o demasiadas hijas mujeres, como sí lo hacían los yámanas. Tampoco era costumbre el aborto provocado, salvo en contadas ocasiones, generalmente por arranques de ira. Existen testimonios de sacrificios para aplacar a seres sobrenaturales entre los yámanas. Cuando se encontraban navegando y en gran peligro, podían tirar por la borda desde un trozo de pescado, un perro o hasta incluso un niño[8].




[1] L. Bridges. Op. cit. Pág. 356.
[2] L. Bridges. Ibíd. Pág. 354.
[3] Ideal para prevención y manejo del reflujo gastroesofágico.
[4] L. Bridges. Op. cit. Pág. 354.
[5] J. Cooper. Op. cit.
[6] Ver capítulo I.
[7] L. Bridges. Op. cit. Pág. 355
[8] J. Cooper. Op. cit.

jueves, 14 de mayo de 2015

II. LA PEDIATRÍA INDÍGENA (primera parte)


Desde el punto de vista pediátrico, no tan malos fueron los resultados de las costumbres de los pueblos originarios, ya que muchos niños sobrevivían, pese a la extrema rigurosidad del clima, y claro, de la altísima mortandad después del destete, como se señalaba en el capítulo anterior. No disponemos, obviamente, de datos estadísticos de mortalidad infantil ni otros indicadores de salud de aquellas épocas. En todo caso, si las condiciones sanitarias eran satisfactorias para los estándares de la época, el contacto con el hombre blanco las deterioró, puesto que éste inicialmente no trajo adelantos médicos sino nuevas y desconocidas enfermedades, como veremos más adelante.

Niños kawéskar
Foto Joseph Emperaire
             De los pocos antecedentes de que se dispone, los más completos resultan ser los consignados a propósito de los aborígenes fueguinos. Resulta interesante, por ejemplo,  la perinatología de estos pueblos. La madre sélknam cargaba, poco antes del parto, una gran cantidad de leña, no para preparar el ambiente térmico adecuado, sino en la creencia de que si ella demostraba fortaleza física, también su hijo sería fuerte. Tanto entre los sélknam como entre los yámanas el cordón umbilical se cortaba con un afilado trozo de concha, y estos últimos enterraban tanto el cordón como la placenta. El recién nacido yámana era bañado en el mar a poco de nacer, en tanto el sélknam era masajeado con lodo, y si estaban cerca del mar, sólo la madre se bañaba con agua helada[1]. Como entre muchos pueblos salvajes, la fueguina poco despues que ha dado á luz su hijo, se baña. El recién nacido es bañado igualmente, pero no en agua sino en cieno o barro, y estos baños se repiten varias veces durante el primer año. ¿Buscan con ese estraño baño formar al niño una capa de tierra que lo proteja del frio[2] 

Yámanas
1882
           El padre sélknam se debía sentar inmóvil durante tres días para evitar que la criatura muriera. Luego ambos padres descansaban un par de semanas antes de retomar sus tareas habituales. Este reposo postnatal compartido, si bien breve, era correcto en su filosofía[3]. En algunas circunstancias, eso sí, no había reposo posible, como cuando un clan estaba en marcha. Halimink levantó a unos cincuenta metros una pequeña tienda para las mujeres, y él vino a pasar la noche con nosotros. Al amanecer del día siguiente se cruzó a la tienda, y poco después de la salida del sol estábamos todos listos para partir; Akukeyohn llevaba a la espalda, además de su carga usual, un bultito pequeño. En esa jornada cruzamos más de un arroyo en las montañas y subimos empinadas colinas (…)[4].

El nacimiento del niño imponía al padre ciertas restricciones. A veces pasaban algunos días antes de que supiera si su nuevo vástago era varón o mujer. (…) no era correcto que el padre mostrara curiosidad en estos casos; tampoco debía dirigir la palabra a su mujer, después del nacimiento de la criatura, hasta que ella le hablara[5]. Es curioso que en esa sociedad machista a ultranza, como que la mujer era propiedad privada de su esposo, el hombre se manifestara tan indefenso en estas circunstancias, en espera de que ella se dignara, por gracia, entregarle información. Tal vez se rendía ante el milagroso misterio de la procreación. La madre sélknam debía observar ciertos tabúes alimentarios, y como se consideraba que estaba poluta, ella debía abstenerse de contacto sexual por unos cinco o seis meses. La restricción valía también para el padre, aunque sin tanta estrictez[6].




[1] J. Cooper. Ibíd.
[2] Periódico “El Magallanes”, 15 de abril de 1894.
[3] M. Vieira. La pediatría de los sélknam.
[4] L. Bridges. Op. cit. Págs. 354 - 355.
[5] L. Bridges. Ibíd. Pág. 354.
[6] J. Cooper. Op. cit.