martes, 29 de septiembre de 2015

IX. DE QUÉ ENFERMABAN LOS NIÑOS DE LA CIUDAD (tercera parte)


El coqueluche hacía su aparición, según los datos disponibles[1], en 1890, aparentemente con caracteres de benignidad.  La viruela, tratada más adelante[2], en 1894. El Censo Jeneral de Población i Edificación, Industria, Ganadería i Minería del Territorio de Magallanes, dirigido por Lautaro Navarro Avaria y publicado en 1908[3], es pródigo en datos sobre las enfermedades infecciosas que afectaron a los habitantes del territorio, y especialmente a los niños, hacia el cambio de siglo: la viruela, fuera del brote de 1894, irrumpió también en 1901, 1905, y 1906; coqueluche, nuevamente en 1892, 1898, 1901 y 1907; influenza en 1900 y 1906; la tuberculosis se hacía endémica y de prevalencia progresiva[4], y asomaban algunos casos de fiebre tifoidea y de la ominosa difteria[5]. Según los datos consignados por Navarro en el censo señalado, por aquellos años el 52 % de los fallecimientos correspondían a niños menores de 5 años, y otro 6 % moría entre los 5 y 15 años de edad.
En 1921 y 1929 atacó nuevamente el coqueluche, y durante el primero de los mencionados fue determinante en la altísima mortalidad infantil, la que sumada a la producida por tuberculosis[6], provocó que 75 % de los fallecidos en abril fueran menores de 5 años. Ese año la mortalidad infantil alcanzó a 203 %o[7]. En 1929, y ante la experiencia adquirida, se consideró necesario cerrar preventivamente las escuelas públicas[8].
Libro de Partos
Hospital de Asistencia Social

Entre las antiguas enfermedades adquiridas por el hombre, las que más lo son pertenecen al grupo de las enfermedades de transmisión sexual, tan antiguas como la prostitución y la humanidad misma. Sin ser culpables, los niños pueden sufrir las consecuencias de la inconducta de sus progenitores. Con motivo del cambio desde el Hospital Regional al nuevo Hospital Clínico de Magallanes, en funcionamiento desde 2010, encontramos entre los desperdicios de las bodegas, y a punto de ser enviado a los incineradores, el libro de partos del antiguo Hospital de Asistencia Social (ex Hospital de Caridad). Éste comprende entre 1943 y 1949, y en relación al tema que interesa a este libro, constatamos que la reacción de Kahn en la maternidad se implementó en 1944. Es así que pudimos observar que, de las madres de los 434 nacidos vivos en dicho hospital durante ese año, a un 85 % se les practicó este análisis. De éstas, 7,3 % resultó positiva. Es decir, podemos inferir que siete de cada 100 niños nacidos en el hospital estaban con una altísima probabilidad de ser portadores de sífilis congénita. Más golpea esta realidad tomando en cuenta que no se consideró a los nacidos en domicilio -que eran muchos- o antes de 1944, que ni siquiera se diagnosticaron[9]  [10] .
Entre las patologías comunes de los niños hospitalizados, recién pasada la mitad del siglo XX, según recuerda la auxiliar de enfermería Raquel Aedo, siempre hubo harta meningitis. Cuando llegaban esas meningitis, inmediatamente nos daban sulfas. El doctor Barroso decía “ya, voy a hacer una punción lumbar”. Veíamos jeringas con pura materia purulenta que salía de la punción que hacía. Se usaba penicilina procaína, la sódica. Cantidades de milígramos no más en los niños más chiquititos. Se veía sarampión, varicela, escarlatina, la tos convulsiva. Harta meningitis se veía, ya cuando estábamos en Angamos[11]. Después los veía yo, adultos, en el consultorio cuando venían de papá a buscar leche. “Yo te conozco”, y me decían “sí, tú eres la Raquel”. Los habíamos tenido a veces hasta dos o tres veces con meningitis, y quedaban perfecto, sin problemas[12].
Entre las deplorables condiciones sanitarias que afectaban a los niños hasta mediados del siglo XX, la salud bucal no iba en zaga, a juzgar por el antecedente entregado en 1947 por el Servicio Dental de la Dirección de Protección a la Infancia y Adolescencia, que daba cuenta de que la población estudiantil poseía uno de los más altos índices de morbilidad dental del país[13].



[1] M. Martinic. Ibíd. Pág. 84.
[2] Ver capítulo XII.
[3] Citado por M. Martinic en Op. cit. Págs. 124 - 125.
[4] Ver capítulo XIV.
[5] Por entonces llamada “neumonía croupal o fibrinosa”.
[6] Ver capítulo XIV.
[7] Ver capítulo XVIII.
[8] M. Martinic. Op. cit. Pág. 177.
[9] LIBRO DE PARTOS DEL HOSPITAL DE ASISTENCIA SOCIAL.
[10] M. Vieira. Magallanes y la lucha contra las enfermedades infecciosas de los niños (Parte II).
[11] Hospital de la calle Angamos, que inició sus funciones en 1952.
[12] Testimonio personal Sra. Raquel Aedo, 2013.
[13] M. Martinic. Op. cit. Pág. 185.

sábado, 26 de septiembre de 2015

IX. DE QUÉ ENFERMABAN LOS NIÑOS DE LA CIUDAD (segunda parte)


En 1930 el consumo de leche era ínfimo, y en 1931 se informaba, en estudio realizado por el Servicio Médico Escolar, que el 80% de los niños examinados en las escuelas públicas estaban subalimentados[1]. Esto quiere decir que en Magallanes existe una gran pobreza; pero pobreza silenciosa y que callan los afectados, siendo los más heridos los seres que empiezan a vivir porque aún no cuentan con una constitución que los haga resistir a las privaciones de la alimentación, señalaba El Magallanes[2]. En otra edición insistía que esa falta de alimentación de la niñez que pertenece a la clase pobre, viene a confirmar en forma que no existe lugar a dudas de que en Magallanes existe la miseria, con la cual la principal víctima es nuestra infancia[3].
En 1947 la situación nutricional y sanitaria general de los niños seguía deficiente, a juzgar por las declaraciones del alcalde Emilio Salles, quien en su calidad de presidente de la Junta de Auxilio Escolar informaba que un elevado porcentaje de estudiantes carecía de vestuario y calzado apropiado a la necesidades de abrigo que exigía el clima regional, que había problemas de desnutrición y abandono paterno[4] [5].

            Ya pasada la mitad del siglo XIX, hacía su estreno ciudadano el sarampión o alfombrilla, con un brote epidémico en 1866 y otro en 1889. En 1866 murieron unos 10 niños, y el único medicamento con que se contaba era el alcanfor[6], obviamente inútil para el caso. El semanario El Reloncaví de Puerto Montt en edición de diciembre de 1889 daba cuenta, refiriéndose a Punta Arenas[7]: La epidemia de alfombrilla aparecida a fines de agosto ha continuado su curso con toda fuerza durante los últimos días de octubre y primera quincena de noviembre. Ya ha disminuido notablemente por la sencilla razón de que mui pocas familias ó personas han escapado a ella. Sin embargo ha ocasionado no menos de 40 a 45 defunciones. Por supuesto que el mayor tributo lo han pagado las familias pobres, que por falta de recursos y su escasez de conocimientos hijiénicos carecían de los medios de atender bien a sus enfermos. Puede decirse que de las familias acomodadas no ha habido ninguna pérdida. Continuaba la crónica advirtiendo sobre la necesidad de un hospital, del cual adolecía por aquellos años la colonia, y Lautaro Navarro hacía notar la gran cantidad de adultos contagiados con el mal.
El Delegado del Supremo Gobierno en el Territorio de Magallanes, Mariano Guerrero Bascuñán, informaba que la enfermedad se complicaba de ordinario con intensas bronquitis que causaban la muerte. Como siempre, fue la jente de la clase inferior la que pagó el mayor tributo entre los alcohólicos que allí abundan[8]. Acertaba el señor delegado en su segunda frase, con la salvedad de que no sólo el alcoholismo pudo ser determinante en las malas evoluciones clínicas, sino la base social del mismo, vale decir la miseria, el hacinamiento familiar, la desnutrición y otros factores. En cuanto a su primera observación, ésta es parcialmente acertada, ya que lo que ocurría con el sarampión es que éste derivaba en un estado anérgico que facilitaba las sobreinfecciones bacterianas, muchas de ellas graves neumopatías estafilocócicas, que sin antibióticos -que por entonces no existían- significaban una muerte segura. Pero por aquellos tiempos el Delegado no lo sabía ni tenía por qué saberlo, y es posible que el médico de ciudad tampoco.
En julio de 1910 se informaba que la epidemia de alfombrilla permanece estacionaria. Los colegios salesianos y escuelas particulares  suspenden las clases[9].
Como es sabido, en la actualidad el sarampión se encuentra erradicado de Chile, gracias a los programas nacionales de vacunación o a las campañas de refuerzo de la misma cuando ha sido necesario. En Magallanes y durante la segunda mitad del siglo XX, se registraron brotes epidémicos durante los años 1952, 1954, 1960, 1965, 1968, 1978 y 1988[10].



[1] M. Martinic. Op. cit. Pág 176.
[2] Diario “El Magallanes”, 26 de junio de 1931.
[3] Diario “El Magallanes”, 10 de julio de 1931.
[4] Ver capítulo XV.
[5] M. Martinic. Op. cit. Pág. 185.
[6] M. Martinic. Ibíd. Pág. 98.
[7] Citado por M. Martinic en Ibíd. Pág. 83.
[8] Citado por M. Martinic en Ibid.
[9] S. Fugellie. MAGALLANES EN LA EDAD DEL ORO. Pág. 86.
[10] M. Martinic. Op. cit. Pág. 280.

martes, 22 de septiembre de 2015

IX. DE QUÉ ENFERMABAN LOS NIÑOS DE LA CIUDAD (primera parte)


         De todo lo que era posible enfermarse, y conforme a las patologías en boga por la época en que se analice el tema, podría ser la respuesta al título de este capítulo. En esto no diferían mayormente de la situación del norte del país. No existiendo medicamentos adecuados, ni vacunas (o con servicios de vacunación inicialmente muy precarios), se entiende que las enfermedades predominantes fueron las infectocontagiosas. Y quienes sufrieron mayormente sus efectos, complicaciones y mortandad fueron, naturalmente, los más pobres.  En esta parte nos abocaremos a la situación de salud infantil solamente urbana, tratando la cuestión indígena y su tragedia en otros capítulos[1].


            La falta de servicios sanitarios adecuados, y la ignorancia popular, hacían que los pobladores fuesen fáciles presas de los vendedores de pócimas milagrosas, como se demuestra en publicidad de 1895, en que se promocionaba la Zarzaparrilla del Dr. Ayer y la de Bristol. Estos medicamentos que se decía servían para todo, no servían para nada.
            Es del todo razonable conjeturar que desde los inicios de la colonia y por las condiciones de aislamiento, el acceso a la nutrición adecuada para los niños era limitadísima. Si a esto agregamos las muy malas condiciones socioculturales de los inmigrantes -especialmente chilotes- de fines del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, la desnutrición calórico-proteica era de ocurrencia habitual. Y si finalmente lo complementamos con la escasez de luz solar en los breves días de los largos inviernos, no podemos extrañarnos de la alta prevalencia que adquirió el raquitismo entre los niños magallánicos en una época en que no había claridad sobre sobre sus causas y tratamiento[2]. Las medidas implementadas para prevención del raquitismo necesariamente debieron favorecer también a la adecuada nutrición de los niños, no obstante lo cual las cifras siguieron por largo tiempo desalentadoras.
            Citamos al escritor y cronista Silvestre Fugellie:
            En los años cuando la vía marítima era el único medio de transporte, el suministro de leche condensada para la alimentación de los niños puntarenenses mermaba por el largo desabastecimiento. A veces debía esperarse por más de un mes el arribo de un barco carguero.
            En el segundo lustro del siglo pasado[3], los socios Lecaros y Lucares solicitaban permiso para establecer una lechería “al pie de la vaca”, novedosa por aquel entonces. La asentaron al noroeste de la avenida Independencia y el establecimiento fue autorizado por el médico de Ciudad y el veterinario del municipio de Punta Arenas, en su calidad de inspectores. Por su parte, la casa importadora Pisano y Foggie, considerando la situación crítica suscitada por la escasez de leche y como una ayuda a los más menesterosos, cedía a la municipalidad la cantidad de cincuenta cajones de leche condensada marca “Lechera”, al precio de costo y para ser repartida o vendida entre esas familias.
            La comisión de alcaldes adquirió la leche ofrecida considerando la urgencia de contar con el producto, debido a que los obreros más pobres tenían a sus hijos mal alimentados.
            En 1912 y con motivo de la nueva ley aduanera que obligaba a pagar un impuesto por la leche importada, se produjo un atochamiento del producto que saturó la plaza, causado por su precio exorbitante. Tal anomalía inquietaba por la posible descomposición del producto[4] y se presumía que era la causa de la reciente epidemia que afectaba a los niños, de los cuales algunos habían fallecido. La alarma se justificaba porque el vecino Baldomir había perdido a sus tres hijos en pocos días y se creía que esta desgracia tenía relación con las malas condiciones de la leche envasada y almacenada por tanto tiempo.
(…)
El presidente de la comisión de alcaldes manifestaba que tanto él como el juez de Letras se habían preocupado del asunto y desde el primer momento investigaron la causa de muerte de los hijos de Baldomir; pero no pudieron comprobar si el hecho se debía a la leche condensada (…)[5]
            En 1915, y como consecuencia de la guerra mundial, el pan se hizo escaso y llegó precios casi inalcanzables para las familias más pobres, lo que obligó al municipio a tomar la medida de adquirir harina y distribuirla al detalle y a precio de costo.
            (…)
            Más adelante, los alcaldes estimaron que una panadería municipal era más efectiva que la venta de harina al detalle[6]. Esta medida, mientras duró, cumplió con el objetivo de regular el precio del pan a lo razonable.




[1] Ver capítulos X y XVII.
[2] Ver capítulo XIII.
[3] Siglo XX.
[4] Tal parece que no se etiquetaba con fechas de elaboración y de vencimiento.
[5] S. Fugellie. Op. cit. Pág. 79.
[6] S. Fugellie. Op. cit. Pág. 104,

sábado, 19 de septiembre de 2015

VIII. LA ENFERMERÍA PEDIÁTRICA (cuarta parte)


Las enfermeras han estado en todas las iniciativas, estatales o privadas, en que se favoreciera a la niñez en su aspecto sanitario.
En la década de 1940 el Dr. Juan Damianovic dirigía un ambicioso proyecto de colonias escolares en la localidad de Agua Fresca, siendo secundado por la enfermeras universitarias señoritas Claudina Álvarez Gallardo y Rosaura Díaz Cárcamo[1].
Tal vez el punto de inflexión más importante para la enfermería magallánica fue la implementación de la carrera de Enfermería en 1968, en la entonces sede de la Universidad Técnica del Estado, luego autonomizada con el nombre de Universidad de Magallanes.
Dice el pediatra Ramiro González[2]: Si los médicos teníamos dedicación a nuestro trabajo, qué decir de las enfermeras. No recuerdo el nombre de las que me acompañaron y apoyaron en los políclinicos, pero sí recuerdo su trabajo, con admiración por su entrega. Conocían la vida de cada paciente. Al igual que Nolfa Avilés, Pía y Cecilia Cacabelos en el hospital, siempre atentas a que un niños se agravara, siempre avisándonos de los problemas.

No menos imprescindibles han sido las y los profesionales con preparación técnica, llámense auxiliares, practicantes o técnicos paramédicos. En la década de 1950 los cursos de preparación en Punta Arenas duraban dos años, y los dictaban los médicos Ezequiel Barroso Cid y Guillermo Stegen Ahumada en pediatría, Roberto Carvajal en traumatología, Emilio Covacevich Cvitanic en cirugía. El cirujano del Canto enseñaba a arsenalear. Después venía otro escalafón, que eran los practicantes, porque en ese tiempo se daba examen y se quedaba como practicante; existía el Colegio de Practicantes. Estaba por ejemplo el practicante Montenegro, que era el que le ayudaba al Dr. Chamorro Cid en pabellón, a operar. También estaba Barrientos, y estaba Inostroza. Montenegro y Barrientos estaban en el Hospital de Angamos, también Mancilla [3].
La labor de las y los paramédicos, era por aquellos años de una exigencia laboral que hoy nos asombraría, aparte de que no serían aceptadas tales condiciones por las organizaciones gremiales. Cuando yo entré teníamos que usar zoquetes blancos. Usábamos una mallita en la cabeza, nos controlaba la señora Lidia. Teníamos que andar de punta en blanco. Cuando ingresamos el año 51 éramos como catorce. Trasnochábamos, siendo principiantes, aprendiendo y haciendo la teoría y la práctica. Trasnochábamos quince noches, y una noche libre. Al otro día volver, y quince noches. Y antes de nosotros trasnochaban más, no sé si era un mes, o dos meses. En el día dormíamos, y volvíamos otra vez a las ocho de la noche al hospital. Tal vez este sistema tan aparentemente extenuante se compensaba por una baja presión asistencial, y es seguro también, por la mística y camaradería, que lo hacía más tolerable y llevadero. Sin embargo, cuando pasábamos al turno de día teníamos un equipo de básquetbol que se llamaba “Beneficencia”. Todas jovencitas: estaba la Mariza Ojeda, Ana Ursic, Avelina Arzmendi, mi hermana. El doctor Carvajal a veces nos entrenaba. Él había jugado básquetbol cuando era más joven. Había una visitadora que nos llevaba al gimnasio de la Confederación Deportiva. Antes de las siete de la mañana partíamos al gimnasio, terminábamos y nos íbamos corriendo del gimnasio hasta Angamos. Jugamos varios años, fuimos en delegación hasta Porvenir. En el turno de noche íbamos a la cocina. En el Hospital de Asistencia Social había un inmenso mesón de mármol. Entonces llagaba todo el personal, claro que quedando alguien siempre en los servicios. Ahí nos daban cena, todos juntos. Lo pasábamos bien, porque chacoteando…[4]



[1] Ver capítulo XIX.
[2] Testimonio personal Dr. Ramiro González, 2015.
[3] Testimonio personal Sra. Raquel Aedo, 2013.
[4] Ibíd.

martes, 15 de septiembre de 2015

VIII. LA ENFERMERÍA PEDIÁTRICA (tercera parte)


También por la década de 1930 llegaron a reforzar a la enfermería hospitalaria las monjas de la Congregación Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul. No estuvo ajena a estos trabajos, principalmente en los turnos de noche, esa hermanita de caridad de San Vicente de Paul, a quien hemos hecho siempre admiración y respeto: me refiero a Sor María, quien junto a Sor Teresa, Sor Vicenta y Sor Andrina, entregaron lo mejor de sus vidas a la comunidad de Magallanes[1]

Dice Raquel Aedo: Las hermanitas vicentinas eran sumamente importantes en el hospital. Cuando yo ingresé -1951- me parece que había solamente tres enfermeras universitarias. La señora Rina Rivas trabajaba en adultos, en cirugía. La otra era una señora de edad que trabajaba en medicina. En pediatría no teníamos enfermera en esa época. La señora Lidia lo controlaba todo. Ahí estaba Sor Vicenta, que era el alma. La enfermera de noche permanente, desde el hospital de la diagonal[2] era Sor María. Se amanecía caminando. Cuando había algo grave en cualquier servicio, empezábamos a buscarla. Una siempre la encontraba por ahí en un rinconcito, hincadita, rezando. Tenía una entrega única. Daba anestesia. Las monjas también se cambiaron a Angamos. Sor Vicenta era como una maravilla para extraer sangre, a unos prematuros, unas cositas chiquititas. Era enfermera del banco de sangre, y también iba a pediatría. Ella hacía las transfusiones, pero no sé cómo pescaba esas hilachitas que tenían los prematuros, tenía una mano divina. En la diagonal las monjitas criaban hasta gallinas. Tenían unas máquinas artesanales para poder lavar la ropa de todo el hospital. Amanecían lavando en esas máquinas. Cuando se les echaban a perder, la superiora, que era una gordita, Sor Teresa que era bien coloradita, de presión alta, amanecía lavando a mano. Esas máquinas de madera todavía funcionaron en el hospital de Angamos. Esa ropa era pura nieve, blanca, blanca. Impecable todo[3].
 Esta congregación prestó valiosos servicios a la enfermería, tanto del Hospital de Asistencia Social como al Hospital Regional “Dr. Lautaro Navarro Avaria” hasta que fueron incomprensiblemente expulsadas a comienzos de la dictadura militar iniciada en 1973.



[1] Evocaciones del Dr. Víctor Fernández Villa, citado por M. Martinic en Ibíd. Pág. 201.
[2] Hospital de Asistencia Social, luego demolido para dar paso a la Diagonal Don Bosco.
[3] Testimonio personal Sra. Raquel Aedo, 2013.

martes, 1 de septiembre de 2015

VIII. LA ENFERMERÍA PEDIÁTRICA (segunda parte)


            En 1894 daban muestras de abnegación y coraje dos enfermeros, dama y varón, que atendían a los variolosos en el lazareto[1]. Se desconocen sus nombres y su nivel de preparación, pero sí de su heroico esfuerzo por sacar adelante a las víctimas de tan temida enfermedad.

Hospital de Carida
Sí se sabe también de la llegada en 1906 de la profesional universitaria doña Benigna Silva, matrona y enfermera[2]. Se desempeñó en el Hospital de Caridad desde su inauguración, ese mismo año, con otras tres enfermeras, asumiendo la jefatura de las mismas[3]. Esta nota de prensa, en los inicios del funcionamiento del nosocomio, retrata el celo de estas profesionales, al menos en sus comienzos: En cuanto a los cuidados que reciben ahí los enfermos todo elojio sería poco para hace justicia a la solicitud i atención esmerada del cuerpo de enfermeras que dirije la señorita Benigna Silva[4].
Hacia los años 30 y 40, alejada la benemérita Benigna Silva de López, se recordaría entre otras el trabajo profesional de Domitila Mora y Juana Mutschke Ross por su dedicada entrega. Ellas abrieron el camino para la ulterior participación de generaciones de enfermeras formadas en las universidades nacionales[5]. En 1951 la enfermera jefa del Hospital de Asistencia Social era doña Lidia Vidal de Bravo, quien siguió con esta función en los inicios del Hospital Regional “Dr. Lautaro Navarro Avaria”. Sucedida por la señora Ana Araneda.



[1] Ver capítulo XII.
[2] M. Martinic. LA MEDICINA EN MAGALLANES. Pág. 129.
[3] M. Martinic. Op. cit. Pág. 131.
[4] Diario “El Comercio”, 1 de marzo de 1906, citado por M. Martinic en Ibíd.
[5] M. Martinic. Op. cit. Pág. 200.