Parte
de esta situación la hemos soslayado los pediatras trabajando con las familias,
haciéndoles partícipes de las terapias que tienen el común objetivo de la
recuperación de la salud de sus hijos, o de la mantención de la buena salud,
que es el estado ideal. Por cierto, una actitud respetuosa, afable, cariñosa
con los niños, y dando explicaciones claras, ¿y por qué no? pidiendo la opinión
de los padres, siempre ganará respeto y credibilidad. Y si hay programas bien
planificados que incorporen a las familias, tanto mejor. Palmario es el caso,
por ejemplo, de la instalación del programa IRA en Magallanes en 1992, como lo
refiere la pediatra Lidia Amarales[1]:
La educación sostenida a los padres culminó
con una organización formal: "Asociación de Padres con Niños con
Enfermedades Respiratorias”, APNER. Esta asociación, con personalidad jurídica,
no sólo siguió manteniendo la educación a los nuevos padres incorporados a
través de la replicación de los contenidos educativos, sino que incorporó
dentro de sus responsabilidades el mantener una mini farmacia con los medicamentos
que a la fecha no existían en el consultorio de enfermedades respiratorias,
para las patologías crónicas y las más complejas. A su vez, agregó a sus
aportes la compra de insumos y equipamiento, gestionando ayuda de las empresas
de la región y de otras organizaciones de la comunidad. Una réplica de esta
organización se formó en Puerto Natales entre los padres de esa comunidad, al
alero de la sala IRA, cuyo nombre era “PULMONCITO”, manteniendo iguales
funciones y responsabilidades que la organización original.
La
alta incidencia de infecciones intrahospitalarias en la era preantibiótica dejó
en el personal de salud un respeto atávico por la asepsia, y los principales
perjudicados fueron los pacientes, en especial los niños. Se limitaban al
mínimo las visitas, en la convicción de que eran portadores de infecciones
peligrosas. Quedó más adelante establecido, sin embargo, que el riesgo era
ínfimo en comparación con la presencia de microorganismos patógenos ya
existentes en las salas y el instrumental hospitalario, sin considerar, por
cierto, la portación en las manos y las vías aéreas del personal que labora en
los nosocomios. Por los años de la década de 1980 los familiares de los niños
hospitalizados en el Servicio de Pediatría del Hospital Regional “Dr. Lautaro
Navarro Avaria” tenían derecho a visita a sus niños solamente los días jueves y
domingo y de 15.00 a 17.00. El contacto consistía en visualizarse a través de
las vitrinas que separaban la sala del pasillo, con el consiguiente llanto y
griterío de los infantes, y la angustia de los padres. Era habitual que éstos
exigieran altas precoces, manifestaran distintos y comprensibles grados de
agresividad, a veces con la frase recurrente “están experimentando con mi
hijo”. El trance de la hospitalización, traumático para los niños bajo todo
punto de vista, lo era aún más en esas circunstancias. Los profesionales
tampoco solían ser muy empáticos, tal vez como involuntaria defensa ante los
reclamos, y tenían algunos hábitos que hoy en día se considerarían aberrantes,
como describe Lidia Amarales[2]: Había pediatras que pasaban visita fumando,
había ceniceros en los mesones en que se evolucionaba la ficha clínica.
Hacia el comienzo de los años de
1990 la situación, siguiendo la tendencia nacional canalizada a través de la
iniciativa ministerial Hospital Amigo, comenzó
a variar radicalmente. Se abrieron las puertas, con ingreso de los padres
-regulación mediante- en forma prácticamente libre, cohabitación nocturna de
los menores de 4 años, luego hasta 6 años con sus madres, cooperación de los
padres o cuidadores en los tratamientos y cuidados del niño hospitalizado,
contacto directo y frecuente con los pediatras tratantes y resto del equipo de
salud, todas medidas que significaron un enfoque completamente distinto a lo
que se venía practicando con anterioridad. Desde entonces hubo más
felicitaciones y agradecimientos que reclamos, y los niños acortaron sus
tiempos de hospitalización, no por exigencia de los padres sino por mejoría
clínica.
Sobran los
ejemplos en que los padres han manifestado públicamente su agradecimiento por
el buen trato recibido en los servicios de hospitalización. En 1998 el Servicio
de Pediatría del Hospital Regional de Punta Arenas “Dr. Lautaro Navarro Avaria”
se hizo merecedor del premio “Excelencia en Salud” de ese año, otorgado por el
Ministerio de Salud como el mejor del país en cuanto a la calidad de la
atención.
Al
cumplir un año de vida en julio de 2000 la prematura extrema María Alejandra
Sáez Paredes[3], sus madre destacó el apoyo de las distintas personas
que atienden a su hija, en especial al pediatra Dante Hernández[4].
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