Y también desde
antes de la juguetería electrónica, y por supuesto no como exclusividad
magallánica sino también del resto del país -y de otros países- había tantos y tantos juegos de aire libre, sin
mencionar los deportes, como evoca Fugellie:
Cuando eran sitios baldíos tanto la Sampaio como la
Guerrero[1] fueron centros obligados de pichangas, de esos
partidos de fútbol de los barrabases, que no tenían horario oficial sino se
dirimían por goles, a tantos por lado. Siempre había un compañero que hacía de
árbitro. Algunos partidos terminaban mal, a “trompadas” y causa de los eternos
“sacapica" y de percances bruscos; pero tales grescas las amagaban los
mayores en forma pacífica.
Los arcos eran improvisados, señalados con piedras o
troncos y, a veces, con las chaquetas y abrigos de los participantes. Los
equipos se formaban arbitrariamente, en número irregular de jugadores y muchas
veces de acuerdo a las edades. Los más menores hacían de relleno. La vestimenta
era la misma, la callejera, sin ningún distintivo especial y los zapatos los
del trajín diario, que daban harto trabajo de remiendo a los zapateros. Al
finalizar el partido, los que tenían algunas chauchas[2] iban al boliche más cercano a tomarse unas
refrescantes “praderas”[3].
(…)
Alrededor de las plazas y sobre las veredas húmedas
las niñas trazaban con ramas o astillas los cuadrados y figuras para
entretenerse en el juego del tejo[4]; mas cuando las aceras fueron embaldosadas los
marcaban con tiza. Generalmente el tejo era un envase de betún para calzado
relleno de tierra, que lanzaban al esquema de cajones numerados y al
semicírculo de deseos altruistas, que luego saltaban hasta recoger el tejo en
el lugar metafórico llamado “cielo”. Sus saltos se asemejaban a los de
bailarinas de un bailete callejero, cuya música imaginaria parecía absorberse
entre los runrunes de las ruedas radiales de los carromatos o en los bocinazos
de los primeros y flamantes Ford T[5].
Hora del recreo en Colegio Salesiano de Puerto Natales (1927) |
Evoca Martinic a
propósito de los juegos y entretenciones infantiles a fines de la década de
1930[6]: Jugué con palitos, con tierra y piedras,
como tantos antes y muchos después, construyendo casitas, fortalezas, puentes,
en fin. Las “carrozas” o tapas-corona de las botellas de limonada y de cerveza
me servían para jugar a los soldados y a la guerra, ordenándolos según colores.
Pero también estaban los juguetes verdaderos, de los que recuerdo los soldados
de plomo, los trompos musicales, las armónicas, un camión de bomberos (…) y las
infaltables bolitas[7] de yeso y vidrio, y las pelotas de todo tamaño y
color.
(…)
En mi infancia la bicicleta no formó parte de mi
entretenimiento (…) entonces era una especie de valor y no todos los presupuestos
familiares tenían holgura como para adquirirla. (…) a Milán Capkovic (…) le
compraron una bicicleta y en una de sus primeras salidas pedaleó por la calle
Balmaceda abajo y en una maniobra defectuosa por impericia se cayó y se hirió.
Resultado: la bicicleta no se usó más y fue dejada suspendida ¡del cielorraso
del almacén! por muchos años…
(…)
De entre las primeras entretenciones infantiles
recuerdo una que solíamos practicar con algunos amiguitos después de una
lluvia. Entonces las aguas escurrían por una acequias o canales de madera
gruesa, tapados, que corrían paralelos a
las calzadas, junto a las veredas. Pues bien, cuando cesaba de llover, salíamos
y recogíamos palitos de fósforos, que los había por todas partes, y los
poníamos en el agua que escurría para que flotaran y hacíamos carreras entre
los de cada uno[8]… Otros juegos y diversiones callejeros habituales
incluían, según las temporadas, los trompos, las bolitas, los zunchos (aros de
metal de barriles vineros que hacíamos rodar con un alambre grueso doblado ad hoc como guía, y con los que llegábamos a dar
vuelta a la manzana); los volantines y “cacaruchas”[9], artefactos de papel muy fáciles de confeccionar y
que no costaban nada, al revés de aquellos que había que comprar a los que los
fabricaban (los Santana).
Si bien no
juegos propiamente tales, había paseos familiares al campo que podían ser una
verdadera fiesta para los niños, en especial si acompañaban a familiares y
padres cariñosos. Y qué decir de los que
vivieron gran parte su infancia en el campo, como Paula Covacevich con sus
padres y hermanos en estancia Armonía,
en Tierra del Fuego[10], a fines de la
década de 1970:
Cuando nos vestían con chalecos tejidos por la mamá,
que pasaban de hermano en hermano, donde seguramente se corría un punto al
heredarlo, pero la “mamá arregla todo” lo solucionaba en un segundo. Cuando las
zapatillas North
Star blancas con rayas azules o esas Power
negras con rojo que salían tan buenas… Y
en esos tiempos se viajaba a Río Grande en Argentina, de donde se traían
maletas de ropa, todos vestidos iguales, sólo cambiaban las tallas. Cuando los
desayunos eran porridge con leche condensada y huevos revueltos de gallinas
felices, que con ese desayuno no querías nada hasta la noche. Donde cada uno
tenía su caballo y competíamos por cuál quedaba mejor cepillado o con las
chasquillas más parejas… Como cuando nos levantábamos a las cinco de la mañana
para acompañar a los arrieros a dejar un piño de ovejas, y con tanto frío que
poníamos las manos bajo la montura, pero era un día mágico… y a la vuelta la
mamá esperándonos con algo rico. Como cuando los juegos eran hacer galletas de
barro e invitar a mi mamá a tomar el té, y por supuesto cuando ella nos
invitaba salíamos ganando porque las galletas eran de verdad… Como cuando nos
escondíamos en las parvas de avena porque al lado estaba la plantación de
zanahorias, y pasábamos tardes enteras acostados en las parvas comiendo
zanahorias, las que se limpiaban con los jeans, pensando que mamá ni se daría
cuenta que los pantalones ya no eran azules sino naranjos… Como cuando hacíamos
caminitos gateando en las siembras de avena, compitiendo por quién hacía el
mejor laberinto, llegando después a casa orgullosos con un gorro lleno de
lauchitas de campo de regalo para mamá…
La ciudad ofrecía no menos atractivos, cuando
ésta todavía era sencilla y pueblerina.
[1]
Plaza Guerrero Bascuñán, en donde hoy en día se emplaza el Liceo “Luis Alberto
Barrera”.
[2]
Moneda de 20 centavos.
[3]
Bebida embotellada de fabricación regional.
[4]
Llamado “luche” en el centro y norte de Chile, y “rayuela” en algunos países
latinoamericanos.
[5] S. Fugellie. Op. cit. Págs. 110 -
111.
[6] M.
Martinic. A LA HORA DEL CREPÚSCULO… Págs. 49 - 60.
[7]
Canicas.
[8]
Este juego hace recordar al autor de su infancia santiaguina, en que camino al
colegio con sus compañeros hacían carreras de barquitos de papel por la acequia
que corría por la calle Pedro de Valdivia entre Providencia y Pocuro.
[9]
“Chunchos” en el centro y norte del país.
[10]
P. Covacevich. Publicación en Facebook.