sábado, 19 de septiembre de 2015

VIII. LA ENFERMERÍA PEDIÁTRICA (cuarta parte)


Las enfermeras han estado en todas las iniciativas, estatales o privadas, en que se favoreciera a la niñez en su aspecto sanitario.
En la década de 1940 el Dr. Juan Damianovic dirigía un ambicioso proyecto de colonias escolares en la localidad de Agua Fresca, siendo secundado por la enfermeras universitarias señoritas Claudina Álvarez Gallardo y Rosaura Díaz Cárcamo[1].
Tal vez el punto de inflexión más importante para la enfermería magallánica fue la implementación de la carrera de Enfermería en 1968, en la entonces sede de la Universidad Técnica del Estado, luego autonomizada con el nombre de Universidad de Magallanes.
Dice el pediatra Ramiro González[2]: Si los médicos teníamos dedicación a nuestro trabajo, qué decir de las enfermeras. No recuerdo el nombre de las que me acompañaron y apoyaron en los políclinicos, pero sí recuerdo su trabajo, con admiración por su entrega. Conocían la vida de cada paciente. Al igual que Nolfa Avilés, Pía y Cecilia Cacabelos en el hospital, siempre atentas a que un niños se agravara, siempre avisándonos de los problemas.

No menos imprescindibles han sido las y los profesionales con preparación técnica, llámense auxiliares, practicantes o técnicos paramédicos. En la década de 1950 los cursos de preparación en Punta Arenas duraban dos años, y los dictaban los médicos Ezequiel Barroso Cid y Guillermo Stegen Ahumada en pediatría, Roberto Carvajal en traumatología, Emilio Covacevich Cvitanic en cirugía. El cirujano del Canto enseñaba a arsenalear. Después venía otro escalafón, que eran los practicantes, porque en ese tiempo se daba examen y se quedaba como practicante; existía el Colegio de Practicantes. Estaba por ejemplo el practicante Montenegro, que era el que le ayudaba al Dr. Chamorro Cid en pabellón, a operar. También estaba Barrientos, y estaba Inostroza. Montenegro y Barrientos estaban en el Hospital de Angamos, también Mancilla [3].
La labor de las y los paramédicos, era por aquellos años de una exigencia laboral que hoy nos asombraría, aparte de que no serían aceptadas tales condiciones por las organizaciones gremiales. Cuando yo entré teníamos que usar zoquetes blancos. Usábamos una mallita en la cabeza, nos controlaba la señora Lidia. Teníamos que andar de punta en blanco. Cuando ingresamos el año 51 éramos como catorce. Trasnochábamos, siendo principiantes, aprendiendo y haciendo la teoría y la práctica. Trasnochábamos quince noches, y una noche libre. Al otro día volver, y quince noches. Y antes de nosotros trasnochaban más, no sé si era un mes, o dos meses. En el día dormíamos, y volvíamos otra vez a las ocho de la noche al hospital. Tal vez este sistema tan aparentemente extenuante se compensaba por una baja presión asistencial, y es seguro también, por la mística y camaradería, que lo hacía más tolerable y llevadero. Sin embargo, cuando pasábamos al turno de día teníamos un equipo de básquetbol que se llamaba “Beneficencia”. Todas jovencitas: estaba la Mariza Ojeda, Ana Ursic, Avelina Arzmendi, mi hermana. El doctor Carvajal a veces nos entrenaba. Él había jugado básquetbol cuando era más joven. Había una visitadora que nos llevaba al gimnasio de la Confederación Deportiva. Antes de las siete de la mañana partíamos al gimnasio, terminábamos y nos íbamos corriendo del gimnasio hasta Angamos. Jugamos varios años, fuimos en delegación hasta Porvenir. En el turno de noche íbamos a la cocina. En el Hospital de Asistencia Social había un inmenso mesón de mármol. Entonces llagaba todo el personal, claro que quedando alguien siempre en los servicios. Ahí nos daban cena, todos juntos. Lo pasábamos bien, porque chacoteando…[4]



[1] Ver capítulo XIX.
[2] Testimonio personal Dr. Ramiro González, 2015.
[3] Testimonio personal Sra. Raquel Aedo, 2013.
[4] Ibíd.

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