De todo lo que
era posible enfermarse, y conforme a las patologías en boga por la época en que
se analice el tema, podría ser la respuesta al título de este capítulo. En esto
no diferían mayormente de la situación del norte del país. No existiendo
medicamentos adecuados, ni vacunas (o con servicios de vacunación inicialmente
muy precarios), se entiende que las enfermedades predominantes fueron las
infectocontagiosas. Y quienes sufrieron mayormente sus efectos, complicaciones
y mortandad fueron, naturalmente, los más pobres. En esta parte nos abocaremos a la situación
de salud infantil solamente urbana, tratando la cuestión indígena y su tragedia
en otros capítulos[1].
La
falta de servicios sanitarios adecuados, y la ignorancia popular, hacían que
los pobladores fuesen fáciles presas de los vendedores de pócimas milagrosas,
como se demuestra en publicidad de 1895, en que se promocionaba la Zarzaparrilla del Dr. Ayer y la de Bristol. Estos medicamentos
que se decía servían para todo, no servían para nada.
Es
del todo razonable conjeturar que desde los inicios de la colonia y por las
condiciones de aislamiento, el acceso a la nutrición adecuada para los niños
era limitadísima. Si a esto agregamos las muy malas condiciones socioculturales
de los inmigrantes -especialmente chilotes- de fines del siglo XIX y hasta la
primera mitad del siglo XX, la desnutrición calórico-proteica era de ocurrencia
habitual. Y si finalmente lo complementamos con la escasez de luz solar en los
breves días de los largos inviernos, no podemos extrañarnos de la alta
prevalencia que adquirió el raquitismo entre los niños magallánicos en una
época en que no había claridad sobre sobre sus causas y tratamiento[2]. Las medidas
implementadas para prevención del raquitismo necesariamente debieron favorecer
también a la adecuada nutrición de los niños, no obstante lo cual las cifras siguieron
por largo tiempo desalentadoras.
Citamos
al escritor y cronista Silvestre Fugellie:
En los años cuando la vía marítima
era el único medio de transporte, el suministro de leche condensada para la
alimentación de los niños puntarenenses mermaba por el largo desabastecimiento.
A veces debía esperarse por más de un mes el arribo de un barco carguero.
En el segundo lustro del siglo
pasado[3], los socios Lecaros y Lucares solicitaban permiso
para establecer una lechería “al pie de la vaca”, novedosa por aquel entonces.
La asentaron al noroeste de la avenida Independencia y el establecimiento fue
autorizado por el médico de Ciudad y el veterinario del municipio de Punta
Arenas, en su calidad de inspectores. Por su parte, la casa importadora Pisano
y Foggie, considerando la situación crítica suscitada por la escasez de leche y
como una ayuda a los más menesterosos, cedía a la municipalidad la cantidad de
cincuenta cajones de leche condensada marca “Lechera”, al precio de costo y
para ser repartida o vendida entre esas familias.
La comisión de alcaldes adquirió la
leche ofrecida considerando la urgencia de contar con el producto, debido a que
los obreros más pobres tenían a sus hijos mal alimentados.
En 1912 y con motivo de la nueva ley
aduanera que obligaba a pagar un impuesto por la leche importada, se produjo un
atochamiento del producto que saturó la plaza, causado por su precio
exorbitante. Tal anomalía inquietaba por la posible descomposición del producto[4] y se presumía que era la causa de la reciente
epidemia que afectaba a los niños, de los cuales algunos habían fallecido. La
alarma se justificaba porque el vecino Baldomir había perdido a sus tres hijos
en pocos días y se creía que esta desgracia tenía relación con las malas
condiciones de la leche envasada y almacenada por tanto tiempo.
(…)
El presidente de la comisión de alcaldes manifestaba
que tanto él como el juez de Letras se habían preocupado del asunto y desde el
primer momento investigaron la causa de muerte de los hijos de Baldomir; pero
no pudieron comprobar si el hecho se debía a la leche condensada (…)[5]
En
1915, y como consecuencia de la guerra mundial, el pan se hizo escaso y llegó precios casi inalcanzables para las familias más pobres, lo que obligó al
municipio a tomar la medida de adquirir
harina y distribuirla al detalle y a precio de costo.
(…)
Más adelante, los alcaldes estimaron
que una panadería municipal era más efectiva que la venta de harina al detalle[6]. Esta medida, mientras duró, cumplió con
el objetivo de regular el precio del pan a lo razonable.
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