sábado, 3 de octubre de 2015

IX. DE QUÉ ENFERMABAN LOS NIÑOS DE LA CIUDAD (cuarta parte)


Desde mediados del siglo XX, el mundo se ha venido trastocando con una realidad incuestionable. Al alcoholismo y al tabaco se ha agregado el consumo de drogas que lastimosamente han atrapado a gran parte de la niñez y adolescencia. Siendo un problema transversal que abarca a todas las clases sociales, es mayor la proporción de jóvenes consumidores entre las familias con bajo nivel socioeconómico, por múltiples factores. Siendo antes de los años 60 una curiosidad propia de algunos artistas o caricaturas de existencialistas, el movimiento hippie con su apología de la marihuana y el free love fascinó a multitudes de jóvenes de todo el mundo. De ahí en adelante vino la debacle con la comercialización clandestina de la misma cannabis y drogas duras, con sus secuelas bien conocidas: adicciones embrutecedoras, desintegración de lazos familiares o afectivos, pandillaje a toda escala, asesinatos y guerrillas implacables entre narcotraficantes. Gatillante o potenciador de esta desgracia de la humanidad han sido, sin duda, los contenidos ofrecidos a los jóvenes en la televisión y la facilidad creciente de las comunicaciones interglobales. Como a consecuencia de estos adelantos tecnológicos ya no hay comunidades aisladas, y la infancia y adolescencia de Magallanes no han sido la excepción.
            A medida que fue disminuyendo en nuestro país, hasta desaparecer, la desnutrición infantil por carencia alimentaria, fue apareciendo el mal que se venía venir desde los países desarrollados: la obesidad. Parece que no sólo se ha acumulado grasas en los organismos, sino también en las mentes de los padres de los niños y adolescentes, quienes, si nos son obesos ellos mismos, en general no tienen consciencia sobre el tremendo perjuicio que les hacen a sus hijos.
            Si se observan fotografías de personas en Magallanes, desde el siglo XIX hasta el primer tercio del siglo XX, se verá que había muy pocos obesos. Y si se escarba más atrás, entre las comunidades indígenas, esta condición era motivo de escarnio: Al ona no le preocupaba el vestido; para él, sólo es motivo de vergüenza mostrar el cuerpo cuando es deforme u obeso; este último defecto demostraría que es un glotón y que como probablemente no es cazador, su mujer tiene que alimentarlo con pescado[1]. Entre las enseñanzas que se les hacía a los klokten[2] se les advertía que Un hombre no debía ser glotón porque se pondría obeso y perezoso, dejaría de tener éxitos en sus cacerías y daría motivo para que se dijera que su mujer estaba obligado a alimentarlo con pescado. En cambio, la mujer debía ser gorda, para que todos respetaran al hombre, considerándolo un diestro cazador[3]. Claro, por las usualmente cortas expectativas de vida de los sélknam, no alcanzaban a dimensionar los efectos de la obesidad sobre la salud, sino más bien era pábulo de censura social. Tampoco parecían advertir que la obesidad no la provoca el pescado, sino -por lo menos en gran parte- el sedentarismo.
            Este sentido de vergüenza por la obesidad entre los aborígenes contrasta con la acendrada creencia popular que tanto ha costado erradicar hasta nuestros días de que el niño debe ser "gordito sanito”, adjetivos que hoy se sabe contrapuestos. Los silogismos equivocados, como “si el niño enfermo baja de peso, el sobrepeso es garantía de buena salud”, se han visto estimuladas por la publicidad de alimentos y supuestos suplementos nutricionales. 

"El Magallanes"
Mayo de 1895
          Este machaque de mensajes, que se apreciaba desde fines del siglo XIX, y tal vez desde períodos anteriores, fue parcialmente responsable del aumento progresivo de prevalencia de obesidad que sufrimos hoy en Chile, y particularmente en Magallanes. Es evidente que hay una multiplicidad de otros factores a considerar, sociales y culturales, pero es probable que la principal responsabilidad la tenga el comercio de productos, como bien se sabe, cargados de grasas perniciosas, sal y azúcar.
            Carita redonda, mejillas sonrosadas y figura rolliza. Así debía verse el niño ideal a principios del siglo XX. Porque en ese entonces, la peor pesadilla de una madre era tener un hijo escuálido. La elevada mortalidad infantil exacerbaba sus temores, en la creencia de que por ser delgado, el niño sería más propenso a la tuberculosis o raquitismo. Los padres eran, pues, fáciles presas de estas campañas del terror: Críen niños robustos, pues su deber es dar a sus hijos la mayor salud posible. Esto pueden conseguirlo fácilmente sometiéndoles desde su más tierna edad a un régimen higiénico y dietético apropiado. Si el organismo del niño, extremadamente delicado a toda influencia morbosa, se encuentra en un estado de nutrición defectuosa, hay que ponerse en guardia, pues las enfermedades de la infancia, que tantas víctimas causan, pueden atacarlo con facilidad. El relato correspondía a un aviso publicitario de un famoso tónico llamado Somatose -indicado para los niños débiles y sin apetito- que se publicaba en el diario El Mercurio en 1913. En las boticas y droguerías podían encontrarse toda clase de jarabes y brebajes que restauraban cuerpos agotados y fortalecían constituciones débiles. La mayoría contenía el tan odiado aceite de hígado de bacalao, como la emulsión Kepler, que fortalece y forma grasa en los niños débiles y convalecientes. También se usaban tónicos reconstituyentes en base a quina y vinos con yodo y taninos, cuyo sabor era más agradable que dicho aceite.
            Las madres que no tenían suficiente leche y no contaban con nodrizas para amamantar a sus hijos podían recurrir a la harina lacteada, que no era otra cosa que leche en polvo. Además de la pionera marca Nestlé, existían otras como Galactina y Glaxo. Esta última mostraba en la prensa fotografías de niños criados con su leche maternizada. Un caso notable y del cual Glaxo se vanagloriaba era un rechoncho bebé que al año pesaba 12 kilos.
            Por otra parte existían los suplementos infantiles para confeccionar papillas después del destete o que los niños podían beber disueltos en leche. Se elaboraban en base a fosfatos, cacaos, cereales y harinas malteadas. Un ejemplo era Mellin, que asegura la dicha en el hogar, pues una criatura bien alimentada rebosa de felicidad, está risueña en el día y duerme bien en la noche. También Tisphorine, tomado con mucho gusto por los niños aun más difíciles, y Fosfatina Falières. Otro más extraño era el racahout, una preparación de bellotas utilizada por los árabes como un sustituto para el chocolate y también como una bebida para la debilidad[4].
            Todas estas promociones resultan simpáticas -pese al daño que provocaron- si las comparamos con el bombardeo publicitario sistemático a través de los actuales medios de comunicación de la bien llamada comida chatarra.




[1] L. Bridges. Op. cit. Pág. 359.
[2] Novicios en proceso de iniciación a la adultez, según los ritos sélknam.
[3] L. Bridges. Op. cit. Pág. 412.
[4] Diario “El Mercurio”, noviembre de 2013, en sección “Hace 100 años”.

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