Desde mediados
del siglo XX, el mundo se ha venido trastocando con una realidad
incuestionable. Al alcoholismo y al tabaco se ha agregado el consumo de drogas
que lastimosamente han atrapado a gran parte de la niñez y adolescencia. Siendo
un problema transversal que abarca a todas las clases sociales, es mayor la
proporción de jóvenes consumidores entre las familias con bajo nivel
socioeconómico, por múltiples factores. Siendo antes de los años 60 una
curiosidad propia de algunos artistas o caricaturas de existencialistas, el movimiento hippie
con su apología de la marihuana y el free
love fascinó a multitudes de jóvenes de todo el mundo. De ahí en adelante
vino la debacle con la comercialización clandestina de la misma cannabis y drogas duras, con sus
secuelas bien conocidas: adicciones embrutecedoras, desintegración de lazos
familiares o afectivos, pandillaje a toda escala, asesinatos y guerrillas
implacables entre narcotraficantes. Gatillante o potenciador de esta desgracia
de la humanidad han sido, sin duda, los contenidos ofrecidos a los jóvenes en
la televisión y la facilidad creciente de las comunicaciones interglobales.
Como a consecuencia de estos adelantos tecnológicos ya no hay comunidades
aisladas, y la infancia y adolescencia de Magallanes no han sido la excepción.
A
medida que fue disminuyendo en nuestro país, hasta desaparecer, la desnutrición
infantil por carencia alimentaria, fue apareciendo el mal que se venía venir
desde los países desarrollados: la obesidad. Parece que no sólo se ha acumulado
grasas en los organismos, sino también en las mentes de los padres de los niños
y adolescentes, quienes, si nos son obesos ellos mismos, en general no tienen
consciencia sobre el tremendo perjuicio que les hacen a sus hijos.
Si
se observan fotografías de personas en Magallanes, desde el siglo XIX hasta el
primer tercio del siglo XX, se verá que había muy pocos obesos. Y si se escarba
más atrás, entre las comunidades indígenas, esta condición era motivo de
escarnio: Al ona no le preocupaba el
vestido; para él, sólo es motivo de vergüenza mostrar el cuerpo cuando es
deforme u obeso; este último defecto demostraría que es un glotón y que como
probablemente no es cazador, su mujer tiene que alimentarlo con pescado[1]. Entre las
enseñanzas que se les hacía a los klokten[2] se les advertía que Un hombre no debía ser glotón porque se pondría obeso y perezoso,
dejaría de tener éxitos en sus cacerías y daría motivo para que se dijera que
su mujer estaba obligado a alimentarlo con pescado. En cambio, la mujer debía
ser gorda, para que todos respetaran al hombre, considerándolo un diestro
cazador[3]. Claro, por las
usualmente cortas expectativas de vida de los sélknam, no alcanzaban a
dimensionar los efectos de la obesidad sobre la salud, sino más bien era pábulo
de censura social. Tampoco parecían advertir que la obesidad no la provoca el
pescado, sino -por lo menos en gran parte- el sedentarismo.
Este
sentido de vergüenza por la obesidad entre los aborígenes contrasta con la
acendrada creencia popular que tanto ha costado erradicar hasta nuestros días
de que el niño debe ser "gordito sanito”, adjetivos que hoy se sabe
contrapuestos. Los silogismos equivocados, como “si el niño enfermo baja de
peso, el sobrepeso es garantía de buena salud”, se han visto estimuladas por la
publicidad de alimentos y supuestos suplementos nutricionales.
"El Magallanes" Mayo de 1895 |
Este
machaque de mensajes, que se apreciaba desde fines del siglo XIX, y tal vez
desde períodos anteriores, fue parcialmente responsable del aumento progresivo
de prevalencia de obesidad que sufrimos hoy en Chile, y particularmente en
Magallanes. Es evidente que hay una multiplicidad de otros factores a
considerar, sociales y culturales, pero es probable que la principal
responsabilidad la tenga el comercio de productos, como bien se sabe, cargados
de grasas perniciosas, sal y azúcar.
Carita
redonda, mejillas sonrosadas y figura rolliza. Así debía verse el niño ideal a
principios del siglo XX. Porque en ese entonces, la peor pesadilla de una madre
era tener un hijo escuálido. La elevada mortalidad infantil exacerbaba sus
temores, en la creencia de que por ser delgado, el niño sería más propenso a la
tuberculosis o raquitismo. Los padres eran, pues, fáciles presas de estas
campañas del terror: Críen niños
robustos, pues su deber es dar a sus hijos la mayor salud posible. Esto pueden
conseguirlo fácilmente sometiéndoles desde su más tierna edad a un régimen
higiénico y dietético apropiado. Si el organismo del niño, extremadamente
delicado a toda influencia morbosa, se encuentra en un estado de nutrición
defectuosa, hay que ponerse en guardia, pues las enfermedades de la infancia,
que tantas víctimas causan, pueden atacarlo con facilidad. El relato
correspondía a un aviso publicitario de un famoso tónico llamado Somatose -indicado
para los niños débiles y sin apetito- que se publicaba en el diario El Mercurio en 1913. En las boticas y
droguerías podían encontrarse toda clase de jarabes y brebajes que restauraban
cuerpos agotados y fortalecían constituciones débiles. La mayoría contenía el
tan odiado aceite de hígado de bacalao, como la emulsión Kepler, que fortalece y forma grasa en los niños
débiles y convalecientes. También se usaban tónicos reconstituyentes en
base a quina y vinos con yodo y taninos, cuyo sabor era más agradable que dicho
aceite.
Las
madres que no tenían suficiente leche y no contaban con nodrizas para amamantar
a sus hijos podían recurrir a la harina
lacteada, que no era otra cosa que leche en polvo. Además de la pionera
marca Nestlé, existían otras como Galactina y Glaxo. Esta última mostraba en la prensa fotografías de niños
criados con su leche maternizada. Un caso notable y del cual Glaxo se
vanagloriaba era un rechoncho bebé que al año pesaba 12 kilos.
Por
otra parte existían los suplementos infantiles para confeccionar papillas
después del destete o que los niños podían beber disueltos en leche. Se
elaboraban en base a fosfatos, cacaos, cereales y harinas malteadas. Un ejemplo
era Mellin, que asegura la dicha en el hogar, pues una criatura bien alimentada rebosa
de felicidad, está risueña en el día y duerme bien en la noche. También Tisphorine, tomado con mucho gusto por los
niños aun más difíciles, y Fosfatina
Falières. Otro más extraño era el racahout, una preparación de bellotas
utilizada por los árabes como un sustituto para el chocolate y también como una
bebida para la debilidad[4].
Todas
estas promociones resultan simpáticas -pese al daño que provocaron- si las
comparamos con el bombardeo publicitario sistemático a través de los actuales
medios de comunicación de la bien llamada comida
chatarra.
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