viernes, 9 de octubre de 2015

X. LAS MISIONES: UN GENOCIDIO BIEN INTENCIONADO (segunda parte)


El siguiente episodio, dramático por lo demás, tiene su rasgo anecdótico por el ojo clínico de las damas anglicanas, que resultó superior al de los facultativos titulados.
En 1884 arribaron a la misión de Ushuaia el Paraná y el Comodoro Py,  buques de la armada argentina. Vistas sus necesidades de pertrechos y de elementos para reparar averías, decidieron navegar hasta Punta Arenas, cosa que también aprovechó el misionero Thomas Bridges, quien se hizo acompañar de varios yámanas para ayudar con el cargamento para la misión. Cuenta su hijo Lucas:
Había a bordo del Paraná dos oficiales pilotos, pero ninguno de ellos había navegado antes por estos intrincados canales. La navegación, pues, estaba a cargo de mi padre y del yagán Henry Lory, quienes durante un tiempo alternaron en esta tarea. Luego Lory fue atacado por una fiebre violenta, y mi padre debió arreglarse solo; permaneció continuamente en el puente de mando. Al cruzar por algunos canales donde el fuerte oleaje provocado por el barco bañaba los precipicios de roca, los oficiales llegaron a sentir gran inquietud; después de una semana de mal tiempo, el Paraná y su escampavía  llegaron a salvo a Punta Arenas.
Con respecto a los indios, las cosas, desgraciadamente, no iban tan bien; durante el viaje, otros seis jóvenes yaganes fueron atacados por la misma fiebre mortal que padeció Henry Lory. El doctor Álvarez, cirujano de a bordo, diagnosticó el caso como tifoidea neumónica, y en Punta Arenas el doctor Fenton confirmó esa opinión. Se alquiló una choza para los pacientes, y mi padre, ayudado por un marinero de uno de los barcos, se quedó para atenderlos; a pesar de los solícitos cuidados y de la atención médica, sólo uno de los enfermos sobrevivió, y el pobre Henry Lory figuraba entre los muertos.
Estas seis muertes causadas por tan virulenta enfermedad inquietaron sobremanera a mi padre, pues antes de zarpar de Ushuaia, en el Paraná, varios nativos habían caído enfermos con los mismos síntomas, aunque nadie pudo suponer entonces que esta epidemia se desarrollaría con mucha intensidad. El doctor Álvarez había dejado a Whaits recetas y medicamentos. Teniendo en cuenta que los medicamentos no habían salvado a Henry Lory y los cinco yaganes, mi padre sentía gran ansiedad por lo que pudiera estar aconteciéndonos en Ushuaia.
(…)

Mr. & Mrs. Bridges y niños yámanas
1898
Mientras tanto, en Ushuaia los acontecimientos dieron razón a sus temores. Después de la salida del Paraná y el Comodoro Py, uno tras otro, los indígenas enfermaron de esa fiebre, y en pocos días murieron en tal cantidad, que no había tiempo de cavar sus fosas, y los muertos de los distritos eran simplemente sacados de sus chozas o cuando los otros ocupantes tenían suficientes fuerzas, arrastrados hasta los arbustos más cercanos.
En la Casa Stirling y en la de los Lawrence, sobre el camino, todos los niños enfermaron al mismo tiempo. En el Orfanato, la señora Whaits debía atender a treinta niños yaganes atacados de la misma epidemia. Mi madre y Yekadahby, no sabiendo nada de tifoidea neumónica, se formaron una opinión diferente a la de los doctores Álvarez y Fenton, y nos prestaron los cuidados que consideraron adecuados. La señora Lawrence y su hermana, la señorita Martin, que había venido a vivir con ellos a la Misión, estaban de acuerdo con ese diagnóstico, y la señora Whaits lo confirmó. Todas decidieron que era sarampión.

Afortunadamente ninguna de las personas mayores de la Misión, que ya habían tenido sarampión en su juventud, se contagió, lo que prueba que esta vez las señoras diagnosticaron mejor que los médicos. Es, sin embargo, extraordinario que esta enfermedad, propia de los niños, tan contagiosa en los centros civilizados y que rara vez es fatal, lo fuera para más de la mitad de la población de un distrito (…) Como nuestros antepasados, a través de varias generaciones, han padecido periódicas epidemias, nosotros, en consecuencia, tenemos un cierto grado de inmunidad contra sus estragos. En cambio, los yaganes, aunque increíblemente fuertes para soportar el frío y toda clase de molestias y aun para sobrevivir a sus heridas, no habiendo tenido nunca en el curso de su historia que enfrentar este mal, carecían de defensas para contrarrestarlo. No es difícil comprender cómo los médicos no pudieron reconocer esta enfermedad, al manifestarse en forma tan virulenta. Ni un inmunólogo podría haber hecho un análisis tan sencillo y claro como el de Lucas Bridges. Cabe también destacar que esta misma explicación vale para los indígenas de todas las etnias australes, que sucumbieron por la tuberculosis, la viruela y la escarlatina.

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