Medio
ambiente es todo lo que no soy yo.
(Albert
Einstein)
Independientemente
de la presencia o no de niños, desde la fundación de Fuerte Bulnes en adelante
la preocupación sanitaria fundamental estribaba en los posibles efectos
deletéreos del clima austral. Tanto más importaba, por cuanto a partir de 1853 Magallanes
pasó a ser zona colonizadora, y los gobiernos impulsaron, con diversas
franquicias, la llegada de gente que quisiera instalarse en estas tierras, y como
uno de los anzuelos se promocionaba la benignidad del clima[1]. De modo,
entonces, que era de interés estratégico desestimar el rigor del frío y de los
vientos como elementos nocivos. Independientemente del eventual sesgo de sus
apreciaciones, en gran parte era cierto, y al menos no parece haber habido en
los niños mayores estragos que los que a la sazón se producían en zonas más
templadas del país. Ya desde el Fuerte Bulnes, con los informes de Bernardo
Philippi, luego del cirujano José María Betelú, y pasando por el gobernador Jorge
Cristián Schythe[2], el
Gobernador Oscar Viel Toro[3],
el Gobernador Francisco Sampaio y el Dr. Thomas Fenton y hasta otros más
adelante, corroborarían enfáticamente tal aserto[4].
Punta Arenas hacia 1882 |
Así es como el Gobernador
Jorge Schythe informaba: …el temperamento
(clima) es benigno, considerando la latitud, saludable y vivificante. Más
tarde el Gobernador Viel declaraba que la colonia poseía inmejorable clima, no conociéndose epidemia alguna como las que diezman a la República
Argentina[5]. En 1883 el Gobernador
Francisco Sampaio informaba al Supremo Gobierno: La temperatura es regularmente benigna y tan sana, que son del todo
desconocidas las enfermedades epidémicas, y sin que hasta la fecha se haya
notado ninguna contagiosa. Contemporáneamente Fenton escribía: … el clima de este Territorio es uno de los
más hijiénicos que se puede conocer; sobre todo, la estación de verano favorece
en mucho a los enfermos de tisis, bronquitis, tercianas i disentería; i tengo
por esperiencia que todo individuo que arriba a estas playas sufriendo dichas
enfermedades, obtengo resultados felices en su tratamiento, i mui especialmente
en los niños[6]. En su libro de 1897, refrendaba también Robustiano Vera: (…) poco a poco tendrá que ser el centro de un emigración voluntaria,
por mas que se diga que su clima es frio, único ataque que se puede hacer, por
los que no conocen esas localidades. Mas a éstos respondemos que no por eso
deja de ser sano, puesto que no hai allí pestes ni enfermedades que hagan
peligrar la vida de sus moradores. Léjos de eso, su clima es inmejorable para
ciertas enfermedades, como ser las del hígado i del pulmón[7].
Si bien es
cierto el medio ambiente natural parecía ser inofensivo para la propagación de
enfermedades infecciosos, o para otras como las de tipo reumático, el problema
estribaba, según temían las autoridades sanitarias y administrativas de la
época, en las deficientes condiciones higiénicas del asentamiento humano. Esta
materia estuvo en la palestra pública durante toda la segunda mitad del siglo
XIX. Hacia 1855 el Gobernador Schythe había dictado una serie prohibiciones
para los habitantes de la colonia, entre las cuales destacan: Prohibición de lavar ropa i útiles de cocina
o votar inmundicias en el rio de Punta Arenas del puente para arriba, por ser
este rio de donde se toma el agua potable, bajo multa de $ 2. A los habitantes
de las casas de la calle principal se les prohibía arrojar en ella agua,
basuras o inmundicias, bajo multa de 1 a 3 pesos[8]. Ese mismo año de las prohibiciones
-1855- Schythe informaba que, aparte de la obtenida del puente para arriba, la población se surtía de agua de los tres pozos artesianos que he abierto
en la ciudad.
Claro, porque la
situación era la siguiente: la mayoría de las viviendas, de por sí bastante
precarias y otras que no lo eran tanto, ante la ausencia de agua corriente y
especialmente de desagües, tenían en sus patios tanto el pozo para extracción
como la letrina, popularmente conocida en nuestro país como “las casitas”.
Solían estar lo suficientemente próximas entre ellas como para que, a través de
las napas subterráneas, constituyeran verdaderos vasos comunicantes. Demás está
comentar el riesgo que ello conllevaba, y con justa razón se temía la aparición
del cólera, las disenterías –como en un
brote en 1887- y la fiebre tifoidea, entre otras. Por otra parte, si nos
ponemos en el caso de una persona que, durante la noche y con temperaturas muy
por debajo de las de congelamiento, requiriera urgentemente evacuar los productos
finales de la digestión, no saldría a la letrina sino emplearía una bacinica,
cuyo contenido terminaba muchas veces arrojado al patio o hacia la calle.
También se solía disponer así de restos alimentarios, aguas de aseo personal y
de la casa. Era propio también de los
hábitos vecinales de entonces, como lo sería también por largo tiempo, el
arrojar aguas servidas a la calle, que al quedar apozadas en acequias se
descomponían dejando en el aire ambiente un hedor característico, más
perceptible en los días calmos, lo que molestaba especialmente a los visitantes
extraños[9]. Por falta de
desagües o acequias con desniveles adecuados -pese a los esfuerzos de algunas
autoridades-, estas aguas quedaban estancadas en las calles, formando pozones
malolientes, entre los cuales jugaban los niños de entonces.
[1] M.
Vieira. La lucha contra las enfermedades infecciosas de los niños en la Región
de Magallanes (Parte I).
[2]
Informe en 1857.
[3]
Memoria administrativa 1868 - 71.
[4] M.
Martinic. LA MEDICINA EN MAGALLANES. Págs. 79 - 82.
[5] Se
refería a la fiebre amarilla, ignorándose por aquel tiempo su modo de
transmisión, ya que el mismo frío haría imposible la proliferación del mosquito
Aedes aegypti.
[6]
Informe especial sobre meteorología, climatología y estado sanitario, incluido
en oficio número 22-IV-1880. En Correspondencia Gobernación de Magallanes 1880.
Archivo Ministerio de RR. EE. Citado por M. Martinic en Op. cit. Págs 81 -82.
[7] R.
Vera. Op. cit. Prólogo. Pág. X.
[8] R.
Vera. Ibíd. Págs. 130 - 131.
[9] M.
Martinic. Op. cit. Pág. 84.
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