martes, 10 de noviembre de 2015

XI. MEDIO AMBIENTE Y SALUD INFANTIL (primera parte)


Medio ambiente es todo lo que no soy yo.
(Albert Einstein)

            Independientemente de la presencia o no de niños, desde la fundación de Fuerte Bulnes en adelante la preocupación sanitaria fundamental estribaba en los posibles efectos deletéreos del clima austral. Tanto más importaba, por cuanto a partir de 1853 Magallanes pasó a ser zona colonizadora, y los gobiernos impulsaron, con diversas franquicias, la llegada de gente que quisiera instalarse en estas tierras, y como uno de los anzuelos se promocionaba la benignidad del clima[1]. De modo, entonces, que era de interés estratégico desestimar el rigor del frío y de los vientos como elementos nocivos. Independientemente del eventual sesgo de sus apreciaciones, en gran parte era cierto, y al menos no parece haber habido en los niños mayores estragos que los que a la sazón se producían en zonas más templadas del país. Ya desde el Fuerte Bulnes, con los informes de Bernardo Philippi, luego del cirujano José María Betelú, y pasando por el gobernador Jorge Cristián Schythe[2], el Gobernador Oscar Viel Toro[3], el Gobernador Francisco Sampaio y el Dr. Thomas Fenton y hasta otros más adelante, corroborarían enfáticamente tal aserto[4].

Punta Arenas hacia 1882
Así es como el Gobernador Jorge Schythe informaba: …el temperamento (clima) es benigno, considerando la latitud, saludable y vivificante. Más tarde el Gobernador Viel declaraba que la colonia poseía inmejorable clima, no conociéndose epidemia alguna como las que diezman a la República Argentina[5]. En 1883 el Gobernador Francisco Sampaio informaba al Supremo Gobierno: La temperatura es regularmente benigna y tan sana, que son del todo desconocidas las enfermedades epidémicas, y sin que hasta la fecha se haya notado ninguna contagiosa. Contemporáneamente Fenton escribía: … el clima de este Territorio es uno de los más hijiénicos que se puede conocer; sobre todo, la estación de verano favorece en mucho a los enfermos de tisis, bronquitis, tercianas i disentería; i tengo por esperiencia que todo individuo que arriba a estas playas sufriendo dichas enfermedades, obtengo resultados felices en su tratamiento, i mui especialmente en los niños[6]. En su libro de 1897, refrendaba también Robustiano Vera: (…) poco a poco tendrá que ser el centro de un emigración voluntaria, por mas que se diga que su clima es frio, único ataque que se puede hacer, por los que no conocen esas localidades. Mas a éstos respondemos que no por eso deja de ser sano, puesto que no hai allí pestes ni enfermedades que hagan peligrar la vida de sus moradores. Léjos de eso, su clima es inmejorable para ciertas enfermedades, como ser las del hígado i del pulmón[7].
Si bien es cierto el medio ambiente natural parecía ser inofensivo para la propagación de enfermedades infecciosos, o para otras como las de tipo reumático, el problema estribaba, según temían las autoridades sanitarias y administrativas de la época, en las deficientes condiciones higiénicas del asentamiento humano. Esta materia estuvo en la palestra pública durante toda la segunda mitad del siglo XIX. Hacia 1855 el Gobernador Schythe había dictado una serie prohibiciones para los habitantes de la colonia, entre las cuales destacan: Prohibición de lavar ropa i útiles de cocina o votar inmundicias en el rio de Punta Arenas del puente para arriba, por ser este rio de donde se toma el agua potable, bajo multa de $ 2. A los habitantes de las casas de la calle principal se les prohibía arrojar en ella agua, basuras o inmundicias, bajo multa de 1 a 3 pesos[8]. Ese mismo año de las prohibiciones -1855- Schythe informaba que, aparte de la obtenida del puente para arriba, la población se surtía de agua de los tres pozos artesianos que he abierto en la ciudad.
Claro, porque la situación era la siguiente: la mayoría de las viviendas, de por sí bastante precarias y otras que no lo eran tanto, ante la ausencia de agua corriente y especialmente de desagües, tenían en sus patios tanto el pozo para extracción como la letrina, popularmente conocida en nuestro país como “las casitas”. Solían estar lo suficientemente próximas entre ellas como para que, a través de las napas subterráneas, constituyeran verdaderos vasos comunicantes. Demás está comentar el riesgo que ello conllevaba, y con justa razón se temía la aparición del cólera, las disenterías  –como en un brote en 1887- y la fiebre tifoidea, entre otras. Por otra parte, si nos ponemos en el caso de una persona que, durante la noche y con temperaturas muy por debajo de las de congelamiento, requiriera urgentemente evacuar los productos finales de la digestión, no saldría a la letrina sino emplearía una bacinica, cuyo contenido terminaba muchas veces arrojado al patio o hacia la calle. También se solía disponer así de restos alimentarios, aguas de aseo personal y de la casa. Era propio también de los hábitos vecinales de entonces, como lo sería también por largo tiempo, el arrojar aguas servidas a la calle, que al quedar apozadas en acequias se descomponían dejando en el aire ambiente un hedor característico, más perceptible en los días calmos, lo que molestaba especialmente a los visitantes extraños[9]. Por falta de desagües o acequias con desniveles adecuados -pese a los esfuerzos de algunas autoridades-, estas aguas quedaban estancadas en las calles, formando pozones malolientes, entre los cuales jugaban los niños de entonces.



[1] M. Vieira. La lucha contra las enfermedades infecciosas de los niños en la Región de Magallanes (Parte I).
[2] Informe en 1857.
[3] Memoria administrativa 1868 - 71.
[4] M. Martinic. LA MEDICINA EN MAGALLANES. Págs. 79 - 82.
[5] Se refería a la fiebre amarilla, ignorándose por aquel tiempo su modo de transmisión, ya que el mismo frío haría imposible la proliferación del mosquito Aedes aegypti.
[6] Informe especial sobre meteorología, climatología y estado sanitario, incluido en oficio número 22-IV-1880. En Correspondencia Gobernación de Magallanes 1880. Archivo Ministerio de RR. EE. Citado por M. Martinic en Op. cit. Págs 81 -82.
[7] R. Vera. Op. cit. Prólogo. Pág. X.
[8] R. Vera. Ibíd. Págs. 130 - 131.
[9] M. Martinic. Op. cit. Pág. 84.

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