A partir de la
década de 1950 se produjo un renacer de la prosperidad magallánica con el
desarrollo de la industria del petróleo y sus sucedáneos, como el gas natural,
que vino a facilitar y abaratar los costos de la calefacción domiciliaria. Bien
instalada y mantenida, esta fuente de calor demostró ser, además, mucho más
saludable que la contaminante leña o el carbón. Las nuevas fuentes laborales
atrajeron a una nueva oleada inmigratoria, mayormente proveniente de Chiloé, y
la instalación de poblaciones en terrenos periféricos, con construcciones
inicialmente precarias y con poca regulación, que retrotraían la situación, en
esos sectores, a las mínimas condiciones de sanidad ambiental de los inicios
del siglo[1].
Desde el Fuerte
Bulnes en adelante, los primeros años de la colonia debieron ser para los niños
un contacto permanente con la naturaleza. Conocían el nombre de cada pájaro,
planta y árbol. Por cierto también se familiarizaron con los animales, y sabían
a cuáles cazar, a cuáles domesticar, y a cuáles temer. Vacas, cerdos, cabras,
caballos y desde fines del siglo XIX las ovejas, constituían parte del entorno
doméstico. Eran pocas las familias que no tenían gatos y perros, ya
incorporados como parte de las mismas. Desde los perros de los pueblos originarios,
cada cual con su raza, hasta los que acompañaron a los colonizadores, estos
animales tan dependientes del ser humano han sido muchas veces compañeros
inseparables de los niños. Cosa buena y saludable, sin duda, especialmente si
estas fieles mascotas son bien tratadas, tanto en lo afectivo como en lo
sanitario.
La cosa cambia
radicalmente cuando el animal doméstico deja de serlo sin dejar de habitar la
ciudad[2],
constituyendo un problema de salud pública. Pareciera, eso sí, vistos los
antecedentes históricos, que la solución dista de ser fácil, por distintos
factores que no es del caso detallar, pero la sociedad ha fallado en tomar
conciencia del problema, salvo cuando aparecen las informaciones de prensa
sobre las personas, especialmente niños, agredidos, mordidos o mutilados por
perros callejeros. Pasada la noticia, olvidado el tema y a otra cosa mariposa.
Las autoridades no se responsabilizan y la población sigue atemorizada por las
jaurías de perros que se han apoderado de las calles y plazas. En los medios es
tema recurrente, y lo ha sido desde los primeros años de la colonia
magallánica.
En febrero de
1910 se informaba que una empresa recién
creada recoge a los perros que vagan sin el collar exigido[3].
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