lunes, 4 de mayo de 2015

I. LOS NIÑOS ABORÍGENES (primera parte).


Hace trece o catorce mil años el Estrecho de Magallanes formaba parte de un gigantesco glaciar, y entre el hielo y el archipiélago oriental, conformado por las islas Magdalena, Marta, Isabel y Contramaestre, se formaba un gran puente entre el continente y Tierra del Fuego. Por aquí, y hay vestigios arqueológicos en las islas que así lo demuestran, y también probablemente por la Primera Angostura, hace unos once mil años migraron inicialmente los haush. Más adelante éstos fueron desplazados por los sélknam u onas hacia el cabo más suroriental de la isla[1]. Al retirarse el glaciar, quedaron estos pueblos literalmente aislados, pero libres de errar por los miles de kilómetros de su prisión geográfica. En el continente, y especialmente por sus estepas, vivieron los aónikenk, patagones o tehuelches, cuyos dominios territoriales abarcaban gran parte de la Patagonia continental, llegando a confundirse hacia el norte con los pehuenches del este de la Cordillera de los Andes. Estos tres pueblos eran cazadores y recolectores. Los pueblos canoeros, por otra parte, habitaban entre las miles de islas que en el extremo sur desgranan nuestra geografía: los kawéskar  o alacalufes hacia el norte, y los yámanas o yaganes hacia el sur. Lo anteriormente dicho no es plenamente exacto, pues hay evidencias y observaciones desde por lo menos el siglo XIX, hechas por expedicionarios europeos, de la imbricación entre estos pueblos, tanto social como territorialmente[2]. Sin embargo y para los efectos de este libro, baste con la simplificación antes enunciada.

            Cuando el portugués Fernao de Magalhaes, al servicio de la corona de España, pasó por el estrecho que luego llevaría su nombre, se encontró con estas gentes en apariencia muy primitivas, y que habían vivido en la edad de piedra durante milenios, por lo que es de suponer que sus usos y creencias no habían variado mayormente en este enorme lapso de tiempo. Los adelantos tecnológicos se limitaban al perfeccionamiento en la fabricación de sus herramientas o armas de caza, pero no habiendo habido adelantos científicos, ni escritura de ningún tipo, los conocimientos y patrones de conducta se transmitían de padres a hijos, sin variaciones significativas con el paso de las generaciones[3]. Todo cambió, por supuesto, con la llegada de los hombres blancos. Los exploradores de comienzos del siglo XIX, y luego los misioneros, tanto anglicanos como católicos, a fines del siglo XIX y comienzos XX ya se habían interesado por estudiar sus costumbres, y se encontraron con un material prácticamente impoluto, por lo que las descripciones de religiosos como el anglicano Thomas Bridges y su hijo Lucas, el sacerdote alemán Martin Gusinde, el sacerdote italiano Alberto De Agostini y otros, debieron ser un bastante fiel reflejo de una antropología de siglos de no haber evolucionado mayormente.

1920
Kawéskar
Foto Martín Gusinde

            Desde fines del siglo XVI hasta mediados del XIX surcaron aguas australes una serie de naves de diversas nacionalidades europeas: algunas con afán científico, levantamiento de mapas y cartas hidrográficas, mera exploración, o con intenciones más lucrativas, como era el caso de los balleneros y loberos. Algunas tomaron contacto más o menos prolongado con los indígenas, llevándose pieles y dejando la sífilis. Parece ser, en todo caso, que no alcanzaron a provocar mayor mella en las costumbres tradicionales aborígenes.

            Obviando éstas y otras consideraciones, diremos que todas las tribus australes eran de hábitos más bien pacíficos. Las familias eran en general bien constituidas[4], y los niños amados y muy bien tratados[5]. Este sentido de unión familiar y de calidad humana que asumían, para el cual no descuidaban ningún detalle de su tradición, en plena Patagonia, donde el clima inhóspito les impedía la formación de hogares estables, es un hecho asombroso. Los indígenas de la Patagonia se las arreglaban para crear la atmósfera y dar ese calor de hogar tan necesario a sus descendientes, lo cual los hacía cada vez más fuertes y unidos a la tierra que habitaban[6]. 
1882
Niñas yámanas
Foto Expedición Francesa

En cuanto a los yámanas, es decidor el comentario de Lucas Bridges refiriéndose al episodio en que FitzRoy procedía a secuestrar cuatro niños para llevarlos a Inglaterra, dándole el nombre de Jemmy Button a uno de ellos: Se dice que este último fue comprado a sus padres a cambio de un botón, un cuento ridículo, pues ningún indio habría vendido a su hijo ni por el mismo Beagle, con todo lo que contenía a bordo[7]. No se toleraba interferencias en su educación, y un padre yámana podía sentirse profundamente ofendido si otro adulto reprendía a su hijo[8].

Las familias canoeras viajaban en sus pequeñas embarcaciones, en que no faltaba el fuego, en las proximidades del cual se amontonaban los perros y los niños.



            El fueguino[9] se conoce que tiene mucho afecto por su familia, pero considera como pertenecientes á ella solo a su esposa y sus hijos pequeños. Llegado el niño á ser adulto se pierden esas relaciones[10]. Entre los yámanas, en apariencia las madres se desapegaban de sus hijos al concluir la lactancia. Esta impresión de los observadores de la época pudo haber sido falseada por el hecho de que en general los indígenas eran poco dados a demostrar emociones, ya que los niños y adolescentes eran cuidados y protegidos en el grupo familiar hasta sus respectivos casamientos[11].




[1] Actual Península Mitre.
[2] J. Cooper. Analytical and Critical Bibliography of the Tribes of Tierra del Fuego and Adjacent Territory.
[3] J. Cooper. Ibíd.
[4] Algunas poligámicas, pero bien constituidas.
[5] J. Cooper. Op. cit.
[6] J. Said. PATAGONIA. Pág. 73.
[7] L. Bridges. EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA. Pág. 24.
[8] L. Bridges. Ibíd. Pág. 71.
[9] El cronista habla de “fueguinos” refiriéndose a alacalufes, yaganes y onas.
[10] Períódico “El Magallanes”, 15 de abril de 1894.
[11] J. Cooper. Op. cit.

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