Hace trece o
catorce mil años el Estrecho de Magallanes formaba parte de un gigantesco
glaciar, y entre el hielo y el archipiélago oriental, conformado por las islas
Magdalena, Marta, Isabel y Contramaestre, se formaba un gran puente entre el
continente y Tierra del Fuego. Por aquí, y hay vestigios arqueológicos en las
islas que así lo demuestran, y también probablemente por la Primera Angostura, hace
unos once mil años migraron inicialmente los haush. Más adelante éstos fueron
desplazados por los sélknam u onas hacia el cabo más suroriental de la isla[1].
Al retirarse el glaciar, quedaron estos pueblos literalmente aislados, pero
libres de errar por los miles de kilómetros de su prisión geográfica. En el
continente, y especialmente por sus estepas, vivieron los aónikenk, patagones o
tehuelches, cuyos dominios territoriales abarcaban gran parte de la Patagonia
continental, llegando a confundirse hacia el norte con los pehuenches del este
de la Cordillera de los Andes. Estos tres pueblos eran cazadores y
recolectores. Los pueblos canoeros, por otra parte, habitaban entre las miles
de islas que en el extremo sur desgranan nuestra geografía: los kawéskar o alacalufes hacia el norte, y los yámanas o
yaganes hacia el sur. Lo anteriormente dicho no es plenamente exacto, pues hay
evidencias y observaciones desde por lo menos el siglo XIX, hechas por
expedicionarios europeos, de la imbricación entre estos pueblos, tanto social
como territorialmente[2].
Sin embargo y para los efectos de este libro, baste con la simplificación antes
enunciada.
Cuando
el portugués Fernao de Magalhaes, al servicio de la corona de España, pasó por
el estrecho que luego llevaría su nombre, se encontró con estas gentes en
apariencia muy primitivas, y que habían vivido en la edad de piedra durante
milenios, por lo que es de suponer que sus usos y creencias no habían variado
mayormente en este enorme lapso de tiempo. Los adelantos tecnológicos se
limitaban al perfeccionamiento en la fabricación de sus herramientas o armas de
caza, pero no habiendo habido adelantos científicos, ni escritura de ningún
tipo, los conocimientos y patrones de conducta se transmitían de padres a hijos,
sin variaciones significativas con el paso de las generaciones[3].
Todo cambió, por supuesto, con la llegada de los hombres blancos. Los
exploradores de comienzos del siglo XIX, y luego los misioneros, tanto
anglicanos como católicos, a fines del siglo XIX y comienzos XX ya se habían
interesado por estudiar sus costumbres, y se encontraron con un material
prácticamente impoluto, por lo que las descripciones de religiosos como el
anglicano Thomas Bridges y su hijo Lucas, el sacerdote alemán Martin Gusinde,
el sacerdote italiano Alberto De Agostini y otros, debieron ser un bastante
fiel reflejo de una antropología de siglos de no haber evolucionado mayormente.
Desde
fines del siglo XVI hasta mediados del XIX surcaron aguas australes una serie
de naves de diversas nacionalidades europeas: algunas con afán científico,
levantamiento de mapas y cartas hidrográficas, mera exploración, o con
intenciones más lucrativas, como era el caso de los balleneros y loberos.
Algunas tomaron contacto más o menos prolongado con los indígenas, llevándose
pieles y dejando la sífilis. Parece ser, en todo caso, que no alcanzaron a provocar
mayor mella en las costumbres tradicionales aborígenes.
Obviando
éstas y otras consideraciones, diremos que todas las tribus australes eran de
hábitos más bien pacíficos. Las familias eran en general bien constituidas[4],
y los niños amados y muy bien tratados[5].
Este sentido de unión familiar y de
calidad humana que asumían, para el cual no descuidaban ningún detalle de su
tradición, en plena Patagonia, donde el clima inhóspito les impedía la
formación de hogares estables, es un hecho asombroso. Los indígenas de la
Patagonia se las arreglaban para crear la atmósfera y dar ese calor de hogar
tan necesario a sus descendientes, lo cual los hacía cada vez más fuertes y
unidos a la tierra que habitaban[6].
1882 Niñas yámanas Foto Expedición Francesa |
En cuanto a los
yámanas, es decidor el comentario de Lucas Bridges refiriéndose al episodio en
que FitzRoy procedía a secuestrar cuatro niños para llevarlos a Inglaterra,
dándole el nombre de Jemmy Button a uno de ellos: Se dice que este último fue comprado a sus padres a cambio de un botón,
un cuento ridículo, pues ningún indio habría vendido a su hijo ni por el mismo
Beagle, con todo lo que contenía a bordo[7].
No se toleraba interferencias en su educación, y un padre yámana podía sentirse
profundamente ofendido si otro adulto reprendía a su hijo[8].
Las familias
canoeras viajaban en sus pequeñas embarcaciones, en que no faltaba el fuego, en
las proximidades del cual se amontonaban los perros y los niños.
El fueguino[9] se conoce que tiene mucho afecto por su
familia, pero considera como pertenecientes á ella solo a su esposa y sus hijos
pequeños. Llegado el niño á ser adulto se pierden esas relaciones[10]. Entre los yámanas, en apariencia las
madres se desapegaban de sus hijos al concluir la lactancia. Esta impresión de
los observadores de la época pudo haber sido falseada por el hecho de que en
general los indígenas eran poco dados a demostrar emociones, ya que los niños y
adolescentes eran cuidados y protegidos en el grupo familiar hasta sus
respectivos casamientos[11].
[1]
Actual Península Mitre.
[2] J.
Cooper. Analytical and
Critical Bibliography of the Tribes of Tierra del Fuego and Adjacent Territory.
[3] J.
Cooper. Ibíd.
[4]
Algunas poligámicas, pero bien constituidas.
[5] J. Cooper. Op. cit.
[6] J. Said. PATAGONIA. Pág. 73.
[7] L.
Bridges. EL ÚLTIMO CONFÍN DE LA TIERRA. Pág. 24.
[8] L. Bridges. Ibíd. Pág. 71.
[9] El
cronista habla de “fueguinos” refiriéndose a alacalufes, yaganes y onas.
[10]
Períódico “El Magallanes”, 15 de abril de 1894.
[11] J. Cooper. Op. cit.
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