martes, 19 de mayo de 2015

II. LA PEDIATRÍA INDÍGENA (tercera parte)


Entre los sélknam (…) Las madres que criaban debían comer solamente ciertas partes del guanaco. (…) Cuando un niño resultaba mañoso para destetarse, la madre se untaba los pechos con unas gotas de hiel. El guanaco no tiene hiel, así es que usaban la hiel de un lobo marino, de un zorro o de un ave. Las muecas de disgusto y decepción del niño hubieran divertido a cualquier observador, pero bien pronto entraba en razón.

Cuando una criatura, sana en apariencia, lloraba incesantemente, la madre daba muestras de impaciencia y solía gritar prolongadamente dentro de los oídos del pequeño. Generalmente, el niño cesaba de llorar. La sordera casi no se conocía entre esta gente. Cuando un niño tenía sed, la madre, para evitarle la impresión del agua helada, la entibiaba en su boca y luego la dejaba caer dentro de la de su hijito[1].

No hemos encontrado descripciones especialmente rigurosas respecto a las enfermedades que afectaban a los niños, ni menos si éstas eran o no de origen infeccioso. Los observadores se abocaron más a las descripciones de los métodos de sanación, especialmente a lo atingente a la espectacularidad y parafernalia de los curanderos más que a las enfermedades mismas. Sobre estas prácticas abundaremos más adelante. Está claro, en todo caso, que las patologías infectocontagiosas que diezmaban a la infancia en el resto de América, y por qué no, del resto del mundo “civilizado”, como la tuberculosis, el sarampión, la viruela, el coqueluche, no existían entre los pueblos originarios de Magallanes[2].
 
Foto Alberto de Agostini
     Pero de que existieron infecciones, si bien probablemente no contagiosas, es claro que sí existieron. Así lo demuestran los restos óseos, especialmente los conservados en el Centro de Estudios del Hombre Austral, dependiente de la Universidad de Magallanes. En ellos se encuentran fundamentalmente evidencias de carencias nutricionales y de traumatismos, pero también de osteoartritis, osteomielitis y de mastoiditis. Entre los huesos adultos se advierte una suerte de estrés laboral, manifestado por desgaste dentario[3], y alteraciones de la columna vertebral, cintura escapular y de las extremidades superiores por el peso de sus cargas y por el uso del arco en el caso de los nómades, o por el remo en el de los canoeros. Contaban con una extensa farmacopea natural[4], complementada con aceites de pescado o grasas animales para ungüentos y pócimas. Para las infecciones óticas se goteaba aceite de pescado caliente en el conducto auditivo, el que en el caso de los infantes se reemplazaba por leche materna[5]. Si estos remedios no resultaban, se recurría al curandero y sus magias, como se verá.



[1] L. Bridges. Ibíd. Pág. 353.
[2] M. Vieira. La lucha contra las enfermedades infecciosas de los niños en la Región de Magallanes (Parte I)
[3] La boca se empleaba como una “tercera mano”.
[4] Detalladas descripciones en M. Martinic. Op. cit. Págs. 22 y siguientes.
[5] M. Martinic. Ibíd. Pág. 28.

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