Entre los
sélknam (…) Las madres que criaban debían
comer solamente ciertas partes del guanaco. (…) Cuando un niño resultaba mañoso
para destetarse, la madre se untaba los pechos con unas gotas de hiel. El
guanaco no tiene hiel, así es que usaban la hiel de un lobo marino, de un zorro
o de un ave. Las muecas de disgusto y decepción del niño hubieran divertido a
cualquier observador, pero bien pronto entraba en razón.
Cuando una criatura, sana en apariencia, lloraba
incesantemente, la madre daba muestras de impaciencia y solía gritar
prolongadamente dentro de los oídos del pequeño. Generalmente, el niño cesaba
de llorar. La sordera casi no se conocía entre esta gente. Cuando un niño tenía
sed, la madre, para evitarle la impresión del agua helada, la entibiaba en su
boca y luego la dejaba caer dentro de la de su hijito[1].
No hemos
encontrado descripciones especialmente rigurosas respecto a las enfermedades
que afectaban a los niños, ni menos si éstas eran o no de origen infeccioso.
Los observadores se abocaron más a las descripciones de los métodos de
sanación, especialmente a lo atingente a la espectacularidad y parafernalia de
los curanderos más que a las enfermedades mismas. Sobre estas prácticas
abundaremos más adelante. Está claro, en todo caso, que las patologías
infectocontagiosas que diezmaban a la infancia en el resto de América, y por
qué no, del resto del mundo “civilizado”, como la tuberculosis, el sarampión,
la viruela, el coqueluche, no existían entre los pueblos originarios de
Magallanes[2].
Foto Alberto de Agostini |
Pero de que existieron infecciones,
si bien probablemente no contagiosas, es claro que sí existieron. Así lo
demuestran los restos óseos, especialmente los conservados en el Centro de
Estudios del Hombre Austral, dependiente de la Universidad de Magallanes. En
ellos se encuentran fundamentalmente evidencias de carencias nutricionales y de
traumatismos, pero también de osteoartritis, osteomielitis y de mastoiditis. Entre
los huesos adultos se advierte una suerte de estrés laboral, manifestado por
desgaste dentario[3], y
alteraciones de la columna vertebral, cintura escapular y de las extremidades
superiores por el peso de sus cargas y por el uso del arco en el caso de los
nómades, o por el remo en el de los canoeros. Contaban con una extensa
farmacopea natural[4], complementada
con aceites de pescado o grasas animales para ungüentos y pócimas. Para las
infecciones óticas se goteaba aceite de pescado caliente en el conducto
auditivo, el que en el caso de los infantes se reemplazaba por leche materna[5].
Si estos remedios no resultaban, se recurría al curandero y sus magias, como se
verá.
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