Sin duda fue la
expedición de la goleta Ancud, ya bien establecida la república, el primer
intento que logró con buen éxito iniciar la colonización de estos territorios.
Sin embargo, tampoco en esta notable empresa, que concluyó con la toma de
posesión del Estrecho de Magallanes y la fundación de Fuerte Bulnes en
1843, venía ningún médico, ni menos un
pediatra, pese a que en ella se embarcó a un niño[1]. Recién al año
siguiente, junto con un capellán, sesenta hombres de una compañía de
artillería, varios reos y otros colonos, llegó el primer médico, el cirujano
José María Betelú. En ese momento una de las dependencias del fuerte, un rancho
construído con paredes de
Fuerte Bulnes 1969 Foto del autor |
“champa” y techo de paja, pasó a cumplir las
funciones de improvisado hospital. La preparación profesional de Betelú, al
decir de Mateo Martinic, …no debió pasar
más allá de la que podría poseer un “buen práctico” de la ciencia de Galeno, con algunos estudios y experiencias[2]. Su aporte, más que a la medicina, y no
sabemos si a la pediatría –puesto que desconocemos si el único niño sobrevivió-,
fue a la observación más que acertada sobre las climatología, meteorología y
naturaleza de la costa continental del Estrecho de Magallanes. Era costumbre,
en verdad, en aquellos tiempos colonizadores, encargar a los médicos o sus
sucedáneos las observaciones antedichas, parece ser que ante el supuesto de que
su ocupaciones como sanadores les dejaba el tiempo libre suficiente, y para
justificar sus contrataciones y correspondientes sueldos.
Betelú ejerció
durante cuatro años, siendo sucedido por Roberto Bleakly, y éste por Modesto
Hotten, quien sirvió hasta los luctuosos sucesos desencadenados por el
levantamiento instigado y dirigido por el teniente Miguel José Cambiazo.
Durante los años 1852 y 1853 estuvo a cargo de la sanidad de la colonia el
boticario alemán Wilibaldo Lechler, contratado por el Gobernador Bernardo
Philippi, a quien el Presidente Manuel Montt había encargado le reconstrucción
de Punta Arenas, en gran parte destruida por los amotinados[3]. Ninguno de los
hasta aquí nombrados, ni los siguientes, era médico universitario, como se
desprende. Tenían, sin embargo, conocimientos básicos que en algo ayudaban a
conservar o recuperar la salud de adultos y niños[4]. Lechler, como
era la costumbre, efectuó interesantes estudios botánicos. Otros de paso fugaz
fueron el danés Guillermo Anderson, contratado como boticario interino, y el irlandés Juan Burns, quien había sido sangrador del bergantín Meteoro. Sobre
él informaba el Gobernador Schythe: Sumamente
puntual, concienzudo en el cumplimiento de sus obligaciones, ha sido muy útil
al servicio… posee regulares conocimientos de medicina, cirugía y farmacia y se
empeña siempre en ensancharlos[5]. Pese a estos
notables atributos, que se echan de menos en algunos médicos de nuestros días, después
de cinco años terminó su buena relación con el gobernador bajo arresto por
insubordinación, ya que exigía que se le llamara “cirujano” y con el sueldo de
tal[6]. En 1862 hacía
su aparición y contratado por el Gobierno el Dr. John Whipple, estadounidense
que hace un paréntesis en esta seguidilla de prácticos, ya que ostentaba título
universitario de médico. Antes de dos meses de arribado fue despedido por
borracho y embarcado hacia Valparaíso[7]. De ahí en
adelante y durante cuatro años no hubo nadie que oficiase de médico,
solucionándose algunos problemas de salud con la buena voluntad de cirujanos de
buques de paso, hasta que el Gobernador Viel consiguió los servicios del -nuevamente
irlandés- Arturo Martin. Al cabo de poco más de tres años, en 1871 falleció de apoplejía. La información disponible en
cuanto a la atención médica durante los años que siguieron es errática en
cuanto a los que la prestaron y los tiempos en que lo hicieron. Lo más probable
es que se pasase más períodos sin atención médica que con ella. Se menciona
como prestando servicios médicos a un Antonio Solinas, a un Miguel Ramírez y a
un francés de apellido Clouet[8].
Curandera croata |
En concomitancia
con la atención médica, cuando la había, y especialmente cuando no,
proliferaban -y todavía es así- los curanderos, meicas, componedores de
huesos, consultados por muchas personas. Esto se da especialmente entre los
grupos socioculturales más bajos, pero no faltan los adinerados con o sin
instrucción, que confían seriamente en estos personajes. Estos sanadores son a
veces de buena fe, creen estar dotados de algún don especial y practican su
arte en beneficio de los dolientes. En cuanto a los niños, suelen ser atendidos
especialmente por mal de ojo o empacho, y la quebradura del mismo es un
arte que pocos practican a la perfección. Otros son charlatanes y farsantes,
que hacen un buen negocio con la ingenuidad ajena. Unos y otros han existido
desde los albores de los tiempos, y Punta Arenas desde su fundación no pudo ser
la excepción. Habitada como era al comienzo y actualmente por descendientes
chilotes, de aquellas islas traían el oficio de la medicina popular, que más
tarde se imbricó con las prácticas de los inmigrantes extranjeros europeos. Son
notorias, por ejemplo, las similitudes de procedimientos entre las curanderas
croatas y las meicas.
Entre las
primeras Nicolás Mihovilovic recordaba a doña Marietta Kuschich, quien era la médica a quien recurrían todos los
enfermos de la parte alta de la ciudad y, según después supe, también muchos
desde los más alejados barrios[9]. Mateo Bencur
emitía su versada opinión en contrario: “Ya
la gente comienza a comprender que cuando un niño se enferma hay que dejar de
lado las hierbas y las comadres y llevarlo al médico[10].
[1] M.
Vieira. La lucha contra las enfermedades infecciosas de los niños en la Región
de Magallanes (Parte I).
[2] M. Martinic. Op. cit. Pág. 89.
[3] R.
Vera. LA COLONIA DE MAGALLANES I TIERRA DEL FUEGO. Pág. 83.
[4] M. Martinic. Op. cit. Págs.
89 - 96.
[5]
Oficio número 60 de 29-I-1859. Citado por M. Martinic en Ibíd. Pág. 86.
[6] M. Martinic. Ibíd. Pág. 91.
[7] M. Martinic. Ibíd. Págs. 91
- 92.
[8] M.
Martinic. Ibíd. Pág. 93.
[9] N.
Mihovilovic. DESDE LEJOS PARA SIEMPRE. Pág. 97.
[10]
N. Mihovilovic. Ibíd.
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