Como
en anterior capítulo, nos detenemos a hacer una reseña de los datos de que
disponemos, esta vez referentes a las lesiones físicas que han sufrido los
niños de Magallanes, ya sea accidentales o como víctimas inocentes de
violencias entre adultos. No se puede, especialmente en el segundo caso,
separar tajantemente el daño físico del psicológico, y este último suele ser
más acentuado cuando el niño no entiende el motivo por el cual recibe castigos
tan inmerecidos, si vale la expresión, puesto que nunca ningún niño ha sido
merecedor de castigo físico. Ojo, que nos referimos al castigo propinado con
saña y con evidente intención de causar daño, sin importar las secuelas
ni medir las posibilidades de que éste
derive en la muerte del menor. Todos hemos recibido un coscorrón en
cuanto niños, o lo hemos propinado en cuanto padres, con afán correctivo y Dios
nos libre de una sombra de intención de dañar. El que no lo haya hecho,
que rasgue las vestiduras que quiera.
Comenzamos
con las víctimas del ominoso Motín de los
Artilleros, acaecido el 12 de noviembre de 1877, en que la primera víctima de los amotinados fué el
Capitan de Artillería don Pedro Guilardes, a quien asesinaron cobardemente en
su dormitorio al lado de su esposa e hijos, que habian tratado de interponerse
entre él i sus asesinos[1].
Del gran incendio
forestal de febrero de 1894, que abarcó desde la ribera norte del río de la
minas hasta Río Seco, fueron rescatadas familias con varios niños que
presentaban mayores o menores lesiones, que
si bien escaparon milagrosamente de una muerte horrible, se encontraban poco
menos que desnudos y sin fuerza para moverse: Federico Arenas, su esposa
Petrocinia Meneses y dos hijos. Silverio Montecino, su esposa Clorinda y una
hija. Emilio Rosenfeldt, su esposa y un niñito de un mes. También fueron
rescatadas otras personas adultas.
Temiendo ser sorprendidos por las
sombras de la noche, los bomberos resolvieron no esperar los carros y cargando
en ancas de sus cabalgaduras parte de los ménos maltratados é improvisando
camillas para los otros emprendieron de prisa su viaje de regreso, ayudados mui
luego por los demas compañeros que con carros y caballos venian abriéndose
camino en el bosque. No habiendo por entonces hospital, los heridos fueron atendidos parte en la
casa particular del Gobernador y de otros vecinos y parte en el Cuartel de
Policia.
No hay registro de le gravedad de
sus lesiones y quemaduras, pero al menos algunos sufrieron perjuicio en sus
vías aéreas: Casi todos ellos han sufrido
posteriormente serias afecciones al pecho y á los ojos que los dejarán
postrados en cama durante algún tiempo[2].
Aunque
parezca extemporáneo, la colonia no estaba exenta de desgracias derivadas del
tráfico vehicular:
En la mañana del Mártes pasado una carreta
que conducia Luis Friedly atropelló frente al rio de las Minas al niño Jose
Delfino Barria, de 5 años de edad y ciego de nacimiento, pasándole una de las
ruedas por la cabeza, y matándolo en el acto.
Del cadáver del niño se hizo cargo
Maria del C. Barria; Friedly fué conducido á la policia para que esplicara ante
el Juzgado el hecho[3].
Estas violencias
que dañaban tanto a los niños, involuntarias como fuesen, dejaban como dejan
hoy, cicatrices imborrables en el espíritu, si no en el cuerpo. Un accidente,
una mutilación, una llaga perenne, acompaña por el resto de su vida a quien la
sufre durante su infancia. Un niño que no entiende el motivo por el cual se le
inflige daño físico, ya sea a él mismo o a su hermano, amigo o incluso a un
desconocido entre sus pares, aunque con el tiempo llegue a analizarlo y
racionalizarlo, nunca lo podrá borrar del todo de su memoria.
Siendo el
trabajo infantil una violencia en sí mismo[4], estaba
expuesto también a los accidentes del oficio. Se exhortaba en 1896 a los dueños
de aserraderos a que tuvieran en sus establecimientos los medios para
proporcionar los primeros auxilios a los lesionados. Estas reflexiones nos las trae el hecho de haber visto últimamente un
muchacho con una herida insignificante en un dedo, pero infecta y sucia,
ocasionada en un aserradero.(…) Cada aserradero, nos decia un discípulo de Esculapio,
deberia tener unos cuantos litros de agua fenicada, un paquete de gaza
iodoformada, una ó dos libras de algodon puro ó fenicado y un par de docenas de
vendas de distintas calidades y gruesos[5].
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