No faltaron
otros motivos para burlarse de los fueguinos, satisfaciendo así la curiosidad y
morbo de los lectores:
Un jóven y robusto moceton de unos veinticinco años
de edad, penetró solapadamente en la carniceria de don B. Baylac con el objeto
talvez de robar carne. Irritado por habérsele obligado á salir, se armó de una
gruesa piedra y asaltó con ella al dueño de casa faltando poco que lo hiriese
de gravedad. En seguida emprendió la fuga con direccion al campamento de los
indíjenas en el Rio de la Mano.
(…) Aprehendido, no sin que opusiera una tenaz
resistencia, fué conducido al cuartel.
Y aquí aparece nuestra heroina. La mujer ó amante
del indio, una belleza indíjena de dieziocho abriles, de formas exuberantes,
siguió á la comitiva desde el campamento y tan pronto que vió encerrar en el
cuartel á su amado, rompió en desesperado llanto alternado con gritos y
alaridos de fiera herida.
Enternecido el comisario de policia por las penas de
aquella pobre mujer, por una parte y tambien para evitar que se prologara
durante toda la noche aquella música desagradable para el vecindario, permitió
a la india que acompañara en el calabozo a su desdichado amante.
Abierta la puerta, nuestra heroina se lanzó adentro
como un relámpago y entonces ¡qué cuadro plástico de la pasion en el hombre
primitivo!
¡Qué de besos, manotadas, mordiscos, abrazos,
caricias, saltos, brincos y retozamientos de gata montes!
Y aquí pongo punto final, pues el palero guardian
del órden que presenciaba con nosotros aquella manifestacion psicolójica del
amor selvática no pudo resistir mas a las esquiveces de su rubor ofendido y
cerró apresuradamente la puerta.
¿Habría el
cronista -nos preguntamos- confesado su voyerismo por escrito en el periódico,
si no se hubiese tratado de primitivos
y selváticos? No, porque lo que en blancos
descendientes de europeos hubiese constituido morbo inaceptable, en los
indígenas era observación antropológica.
Más obsceno en
todo caso, mirado con la perspectiva de nuestros días, fue haber dado tanto
bombo a esa noticia y un mínimo de atención a lo que se publicaba en la misma
edición:
En la tarde del Miércoles paseaban por la playa dos
austriacos y encontraron el cadáver de un niño.
Avisada la policia, fué traido el cadáver al cuartel
para los efectos del reconocimiento médico legal.
Segun parece (á lo que hemos oido) se trata de un
niño fueguino que ha sido enterrado en la playa por sus padres y que la
marejada ha descubierto.
Y también en la
misma edición se publicaba la lista de los quince fallecidos en Punta Arenas durante
el mes anterior, todos con nombre y nacionalidad, excepto los tres indios fueguinos, que parecían carecer
de dichos atributos.
Mateo Martinic
revisó el registro de defunciones de 32 indígenas en Punta Arenas entre 1896 y
1914, y constató que casi totalidad murió de enfermedades broncopulmonares[2], entre las
cuales predominó seguramente la tuberculosis, que por aquellos años tenía una
altísima prevalencia en la ciudad[3].
Por algunos años
más los sélknam siguieron vagando por Tierra del Fuego, extinguiéndose al haber
cambiado tanto sus condiciones de vida originarias. Mansamente se allegaban a
las estancias en busca de alimentos, como relataba “El Magallanes” a propósito
de un caso similar al que originó la tragedia de los indígenas trasladados a
Punta Arenas[4]:
Hemos tenido ocasión de conversar con un caballero
ingles, uno de los propietarios de “The Tierra del Fuego Sheep Farming Co”,
estancia situada en Tierra del Fuego, bahía Phillip, i nos dice que en el
momento actual hai asilados allí mas de 80 indíjenas fueguinos de raza ona, que
reciben de tiempo en tiempo su racion de carne i que ya no hacen daño alguno en
las majadas de ovejas.
Nos agregó que últimamente se habia desarrollado una
epidemia de influenza, a su juicio, encontrándose enfermos muchos indios, i que
también algunos habian fallecido.
Mansos y
entregados a su inexorable destino, los sélknam comprendieron que estaban
derrotados, que no valía la pena cazar ovejas porque los nuevos dueños de la
tierra tenían armas poderosas, entre las cuales las más mortíferas eran las enfermedades
infecto-contagiosas, que los siguieron matando después de su rendición.
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