martes, 19 de enero de 2016

XVII. LOS CORRALES DEL MUELLE (segunda parte)

Llegados á Punta Arenas fueron desembarcados y alojados en el galpón próximo al muelle.
El traje que traian era de lo mas primitivo, pues apénas se cubrian con una capa de pieles de guanaco que solo les protejia la espalda. Los niños estaban completamente desnudos[1].
Un buen número de ellos fue conducido hasta la casa de la Gobernacion donde se les distribuyó ropas viejas y frazadas enviadas por las familias de Punta Arenas.
Por su parte el gobernador habia hecho comprar un buen número de frazadas ordinarias para repartir á los infelices indios.
Era digno de ver como cambiaban de ropa en el medio de la calle, pisando sobre un pavimento de hielo y bajo una fina lluvia.
Los hombres se veian en amarillos aprietos para ponerse pantalones y pedian al que estaba mas cerca que se los abrocharan. Unos metian los brazos en las piernas de los pantalones y otros querian usar las chaquetas como pantalones, metiendo las piernas en las mangas.
Algunos se ponian una enagua ó vestido con la cintura al cuello, de modo que parecían un paraguas cerrado.
En cuanto á las mujeres, éstas no aceptaban sino frazadas para reemplazar sus cortas y sucias capas.
El hecho es que al cabo de una hora volvian á su alojamiento con las mas ridículas figuras que pueden verse.
Algunos indios iban transformados en verdaderos y elegantes dandys, con pantalon, chaqué, sin camisa y un viejo tongo en su cabeza á cuyo contorno les colgaban sus lacias mechas. Lo que mas les molestaba era no poder abotonar el marrueco.
Vimos algunos indiecitos muy orondos vestidos con un simple chaleco y lo demas de su cuerpo al aire libre. Otros con solo la camisa. Uno habia con botas, camisa y sombrero haciendo pininos como poco habituado al calzado[2].
No sabían leer, los sélknam, lo que los salvó de enterarse de estas crueles mofas. Mal paradas, en todo caso, quedaban las autoridades que permitieron estos atropellos a la dignidad de los aborígenes en cuanto seres humanos.
Y continuaba el relato:
Una vez instalados en el galpon cada familia formó su pequeño circulo en cuyo centro encendieron un pequeño fuego para abrigarse. Se les distribuyó carne y era de ver el apetito con que la comian. Despues de pasar sobre la llama ó enterrar en el rescoldo por un instante un trozo de carne, lo comian a puro diente como los perros. (…) Hemos visto niños comer con verdadero entusiasmo trozos de grasa enteramente fria y cruda.
Se les puso un barril de agua, pero al principio talvez por desconfianza, preferían salir a la calle y echarse de bruces sobre el arroyo y beber allí como animales.
En cuanto á las otras necesidades de la vida las satisfacen cuando y como quieren, sin preocuparse absolutamente del público que los rodea.
(…)
Son inteligentes y mas que todo mui astutos.
Recorren las calles de Punta Arenas y al parecer nada les llama la atencion, salvo las carnicerías. Frente a ellas contemplan con amor las carnes y á mas de alguno hemos visto hacer su pequeño robo.
El Miércoles y Juéves se ha hecho distribucion de niños y algunos adultos entre las familias de Punta Arenas, pero siempre con el consentimiento de sus padres.
¡Qué falsedad! ¿Quién podría creer que los sélknam, tan apegados entre sí como familias, podrían consentir que les separaran de sus hijos pequeños? Como quien les quita sus cachorros a una perra, los niños se entregaban a las familias de colonos que quisiesen recibirlos, cada cual según su interés: adoptados, como sirvientes, o como mascotas. Más verosímiles nos resultan las versiones que a continuación se exponen.

En efecto, el gobernador Manuel Señoret y sus consejeros, convencidos de que los intereses de los salesianos eran más mercantilistas que evangelizadores y civilizadores, y ante la magnitud del problema que significaban los sangrientos enfrentamientos en Tierra de Fuego entre los empleados de las estancias y los indígenas[3], planteaba llevarlos directamente, en calidad de trabajadores, a donde hubiese empleo, para civilizar sin evangelizar. Fue así como, sin importar el hecho de que muchos de ellos ni siquiera tenían el concepto de lo que era trabajar para un patrón, en lugar de ser llevados a Dawson fueron encerrados en corrales[4] en Punta Arenas, donde fueron rematados y llevados a trabajar a estancias y aserraderos[5] [6]. Las familias eran disgregadas, algunas mujeres quedaban solas o con sus hijos, y otros niños eran arrancados de la protección de sus padres para ser entregados a familias de puntarenenses que se prestaban para ello. Sobre lo ocurrido escribía un testigo al diario conservador “El Chileno”: … en medio de las escenas más desgarradoras que he visto o espero ver en mi vida. (…) Al comprender que les arrebataban a sus hijos, los indios salieron de su habitual serenidad y dócil placidez y dando gritos horribles con ademanes desesperados, trataron de defender a sus criaturas. Cada niño arrebatado originaba una escena. La madre se echaba sobre su hijo defendiéndolo con su cuerpo, mientras el padre con la expresión de todas las furias en los ojos, dando aullidos que daban pavor, se lanzaban sobre los que le robaban su niño, atacándolos con las manos, los dientes y las uñas…[7] Como consecuencia de estas prácticas se impuso la “moda” de que las familias más pudientes acogieran a un niño selk´nam (…) Aparte del cambio en la vestimenta, alimentación, habitación y forma de vida, su acrecentada predisposición para todo tipo de enfermedades tuvo consecuencias nefastas. En especial la tos convulsa y el sarampión han hecho estragos, y han causado la muerte de muchos; otro tanto ha hecho la tuberculosis pulmonar. Todas estas familias bien intencionadas, sin excepción, tuvieron las mismas experiencias infortunadas con estos niños[8].
Vale decir, todos ellos murieron durante la infancia.




[1] Información sobre la tolerancia al frío de los niños aborígenes en el capítulo I.
[2] Periódico “El Magallanes”, 11 de agosto de 1895.
[3] Que no era el caso del grupo en cuestión.
[4] Y no en abrigados galpones como pretendía hacer creer “El Magallanes”.
[5] F. Aliaga. Op. cit.
[6] M. Orellana. Op. cit.
[7] Citado por F. Aliaga. Op. cit.
[8] M. Gusinde. Op. cit.

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