martes, 29 de diciembre de 2015

XIV. LA TUBERCULOSIS (primera parte)


Antes del siglo XX la tuberculosis en Magallanes era de ocurrencia muy excepcional, como lo demostraba el informe del Rejistro Civil sobre los fallecidos en la colonia el año 1894, que atribuía sólo una defunción a esta infección[1]. Se promocionaban medicamentos milagrosos para la prevención y cura de ésta y otras enfermedades respiratorias, como el Pectoral de Anacahuita.

Durante el primer cuarto del siglo XX gran parte de la sanación -y también de la mortalidad- infantil se hacía en los domicilios, ya sea recurriendo a la medicina popular y sus hierbas, quiebres de empacho, y contras para el mal de ojo, o con visitas domiciliarias de facultativos. Por aquellos años era dramática la mortandad infantil -y de adultos- por tuberculosis. No existiendo tratamientos específicos contra el bacilo, ni habiéndose implementado la vacunación, la tisis era equivalente a una condena a muerte lenta.
Contemporáneamente morían de esta enfermedad cientos de niños y adultos indígenas, primero entre los yámanas, contagiados al contacto con las misiones inglesas, y más tarde los huéspedes de las misiones salesianas[2]. Cuando se llevó a Punta Arenas a muchos sélknam capturados en Tierra del Fuego, la mayoría de ellos también se contagiaron y murieron[3]. Entre 1920 y 1950 la tuberculosis diezmó al remanente yámana y a los kawéskar[4].
Lautaro Navarro ya advertía sobre la alta incidencia de tuberculosis óseas en Punta Arenas.
Relata Nicolás Mihovilovic en sus memorias hermosamente escritas en el libro Desde lejos para siempre, refiriéndose al eslovaco Mateo Bencur[5], quien ejerció en Punta Arenas entre 1907 y 1923: … todos los niños de esa casa en una u otra forma le debíamos la vida al doctor Mateo Bencur. Él nos había mejorado de la escarlatina y de la terrible tos convulsiva. Con su grueso impermeable, su ancho sombrero, su bastón, su barbita en punta, y, calzando botas, arrollada al cuello una ancha bufanda de lana, había repechado en crudas noches de invierno las empinadas calles llenas de charcos helados o de barro pegajoso; contra el viento, la lluvia y la nieve… a cualquier hora, cualquier día, en cualquier momento. Y de nuestra casa había ido a muchas, muchas otras, próximas o lejanas, pobres o ricas. Y muchas veces, en vez de extender la receta, sacaba de los hondos bolsillos de su impermeable, la pastilla o el frasquito de remedio que entregaba a la dueña de casa “porque aquello le estaba sobrando y no había por qué gastar plata y hacer rico al boticario”[6].
Nos conmueve la pequeña nota publicada en “El Magallanes”: A consecuencia de la enorme mortalidad infantil, se ha agotado la existencia en plaza de ataúdes para niños. En los últimos días ha habido que pagar por dicho artículo precios exorbitantes[7]. Aparte de la especulación comercial con la tragedia, llama la atención al revisar la edición del diario la falta de abundamiento sobre la noticia, que se reduce solamente a lo citado. De por sí dramática, se esperaría tal vez mayores detalles sobre las causas de dicha mortalidad, el esfuerzo de las autoridades por subsanar la situación, reacciones y declaraciones de las mismas, en fin. En nuestros días hubiese sido pábulo para grandes titulares y morbosidad periodística de algunos medios, tal vez tan nociva como la sobriedad extrema.
La preocupación alcanzó un grado máximo una vez que se hicieron públicos los resultados de las primeras investigaciones médico-sanitarias realizadas en 1918 en el alumnado de las escuelas fiscales. Así el doctor Abraham Dodds revelaría que en algunos cursos el ciento por ciento de los alumnos padecía de tuberculosis, raquitismo y/o debilidad general. Un año después, el médico Daniel Acuña declaraba al diario La Unión que Punta Arenas ocupaba el primer lugar del país en cuanto a raquitismo infantil y tuberculosis[8].
Citamos nuevamente a Mihovilovic, a propósito del funeral de una niña. Decía su padre croata: “(…) aquí mueren demasiados niños. Casi no hay familias que no tengan dos o tres hijos allí, en el cementerio más bello y más terrible que he visto en mi vida… Más de la mitad de las tumbas son de niños (…)”. El doctor Bencur miró a mi padre con serenidad: “No me lo diga a mí que cada día firmo certificados de defunción. Pero, afortunadamente, cada año van siendo menos. (…) Este clima es propicio para el raquitismo y la tuberculosis y, además, casi nadie sabe alimentarse… ni prevenirse. Hay familias enteras contagiadas por la tisis, condenadas a morir en pocos años”. (…) De mis compañeros de curso -dice el escritor- cinco murieron ese año agotados por la tuberculosis. En el vecindario los velorios de los “angelitos” eran fiesta de cada noche…[9] Es evidente que este testimonio personal tiene más fuerza y dramatismo que las estadísticas.



[1] Periódico “El Magallanes”, 8 de enero de 1895.
[2] Ver capítulo XI.
[3] Ver capítulo XVII.
[4] M. Martinic. Op. cit. Págs. 165 - 166.
[5] Ver capítulo V.
[6] N. Mihovilovic. Op. cit. Págs. 66 - 67.
[7] Diario “El Magallanes”, 3 de diciembre de 1913.
[8] M. Martinic. Op. cit. Pág. 172.
[9] N. Mihovilovic. Op. cit. Págs. 97 - 98.

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