Antes del siglo
XX la tuberculosis en Magallanes era de ocurrencia muy excepcional, como lo
demostraba el informe del Rejistro Civil
sobre los fallecidos en la colonia el año 1894, que atribuía sólo una defunción
a esta infección[1]. Se promocionaban
medicamentos milagrosos para la prevención y cura de ésta y otras enfermedades
respiratorias, como el Pectoral de
Anacahuita.
Durante el
primer cuarto del siglo XX gran parte de la sanación -y también de la
mortalidad- infantil se hacía en los domicilios, ya sea recurriendo a la
medicina popular y sus hierbas, quiebres de empacho, y contras para el mal de
ojo, o con visitas domiciliarias de facultativos. Por aquellos años era dramática
la mortandad infantil -y de adultos- por tuberculosis. No existiendo
tratamientos específicos contra el bacilo, ni habiéndose implementado la
vacunación, la tisis era equivalente
a una condena a muerte lenta.
Contemporáneamente
morían de esta enfermedad cientos de niños y adultos indígenas, primero entre
los yámanas, contagiados al contacto con las misiones inglesas, y más tarde los
huéspedes de las misiones salesianas[2]. Cuando se
llevó a Punta Arenas a muchos sélknam capturados en Tierra del Fuego, la
mayoría de ellos también se contagiaron y murieron[3]. Entre 1920 y
1950 la tuberculosis diezmó al remanente yámana y a los kawéskar[4].
Lautaro Navarro
ya advertía sobre la alta incidencia de tuberculosis óseas en Punta Arenas.
Relata Nicolás
Mihovilovic en sus memorias hermosamente escritas en el libro Desde lejos para siempre, refiriéndose
al eslovaco Mateo Bencur[5], quien ejerció
en Punta Arenas entre 1907 y 1923: …
todos los niños de esa casa en una u otra forma le debíamos la vida al doctor
Mateo Bencur. Él nos había mejorado de la escarlatina y de la terrible tos
convulsiva. Con su grueso impermeable, su ancho sombrero, su bastón, su barbita
en punta, y, calzando botas, arrollada al cuello una ancha bufanda de lana,
había repechado en crudas noches de invierno las empinadas calles llenas de
charcos helados o de barro pegajoso; contra el viento, la lluvia y la nieve… a
cualquier hora, cualquier día, en cualquier momento. Y de nuestra casa había
ido a muchas, muchas otras, próximas o lejanas, pobres o ricas. Y muchas veces,
en vez de extender la receta, sacaba de los hondos bolsillos de su impermeable,
la pastilla o el frasquito de remedio que entregaba a la dueña de casa “porque
aquello le estaba sobrando y no había por qué gastar plata y hacer rico al
boticario”[6].
Nos conmueve la
pequeña nota publicada en “El Magallanes”: A
consecuencia de la enorme mortalidad infantil, se ha agotado la existencia en
plaza de ataúdes para niños. En los últimos días ha habido que pagar por dicho
artículo precios exorbitantes[7]. Aparte de la especulación comercial con
la tragedia, llama la atención al revisar la edición del diario la falta de
abundamiento sobre la noticia, que se reduce solamente a lo citado. De por sí
dramática, se esperaría tal vez mayores detalles sobre las causas de dicha
mortalidad, el esfuerzo de las autoridades por subsanar la situación, reacciones
y declaraciones de las mismas, en fin. En nuestros días hubiese sido pábulo
para grandes titulares y morbosidad periodística de algunos medios, tal vez tan
nociva como la sobriedad extrema.
La preocupación alcanzó un grado máximo una vez que
se hicieron públicos los resultados de las primeras investigaciones médico-sanitarias
realizadas en 1918 en el alumnado de las escuelas fiscales. Así el doctor
Abraham Dodds revelaría que en algunos cursos el ciento por ciento de los
alumnos padecía de tuberculosis, raquitismo y/o debilidad general. Un año
después, el médico Daniel Acuña declaraba al diario La Unión que Punta Arenas ocupaba el primer lugar del
país en cuanto a raquitismo infantil y tuberculosis[8].
Citamos
nuevamente a Mihovilovic, a propósito del funeral de una niña. Decía su padre
croata: “(…) aquí mueren demasiados
niños. Casi no hay familias que no tengan dos o tres hijos allí, en el
cementerio más bello y más terrible que he visto en mi vida… Más de la mitad de
las tumbas son de niños (…)”. El doctor Bencur miró a mi padre con serenidad:
“No me lo diga a mí que cada día firmo certificados de defunción. Pero,
afortunadamente, cada año van siendo menos. (…) Este clima es propicio para el
raquitismo y la tuberculosis y, además, casi nadie sabe alimentarse… ni
prevenirse. Hay familias enteras contagiadas por la tisis, condenadas a morir
en pocos años”. (…) De mis compañeros de curso -dice el escritor- cinco murieron ese año agotados por la
tuberculosis. En el vecindario los velorios de los “angelitos” eran fiesta de cada noche…[9] Es evidente que
este testimonio personal tiene más fuerza y dramatismo que las estadísticas.
[1]
Periódico “El Magallanes”, 8 de enero de 1895.
[2] Ver capítulo XI.
[3] Ver capítulo XVII.
[4] M. Martinic. Op. cit. Págs. 165 - 166.
[5]
Ver capítulo V.
[6] N.
Mihovilovic. Op. cit. Págs. 66 - 67.
[7]
Diario “El Magallanes”, 3 de diciembre de 1913.
[8] M. Martinic. Op. cit. Pág. 172.
[9] N. Mihovilovic. Op. cit. Págs. 97 - 98.
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